19.12.2002
Capitalismo y nuevos enclaves del conflicto
Lo que se conoce como reestructuración de los años ochenta en los países industriales no fue sino una ofensiva del capital contra el trabajo, encaminada precisamente a desarticular la fuerza social y política que la clase obrera fordista encarnaba y que había sido la base del ciclo de luchas de los años sesenta y setenta. Sin embargo, esa iniciativa capitalista, llevada adelante con el apoyo de nuevas técnicas de organización del trabajo y un acelerado desarrollo de las tecnologías de automatización de planta y, sobre todo, de las tecnologías de la información, ha venido a dar una nueva dimensión a la conflictividad inherente a la relación capital/trabajo.
La disgregación formal de los procesos de producción, en donde cobran una especial relevancia los aspectos relacionados con el control y gestión del ciclo del negocio, ha dado pie asimismo a una conflictividad difusa que se expresa en la proliferación de conflictos concretos, de alcance limitado y de muy distinta naturaleza que, en ocasiones, entrañan una gran capacidad de desestabilización o colapso del ciclo de reproducción. El modelo productivo surgido de la reestructuración de los ochenta, al establecer una jerarquía entre las diferentes unidades que componen el proceso (subcontratación), pone un énfasis especial en la fluidez y celeridad del ciclo productivo (justo-a-tiempo). Pero mientras se desarrollan tecnologías que contemplan la gestión y control integrales del ciclo de negocio (integración vertical de sistemas informáticos de control y gestión), se evidencian líneas de fuga, fragilidades y espacios de confrontación que dan una nueva dimensión al antagonismo –y también al pacto- capital/trabajo en la actual fase de dominación del capital. Pues, en última instancia, la puesta en marcha de la nueva organización del trabajo no es sino un intento por aumentar la cuota de explotación de las potencialidades humanas, en cualquiera de sus formas y a lo largo de la cadena de reproducción general del capital. En este sentido, las huelgas, resistencias y movilizaciones de las dos ultimas décadas tanto en el sector público, como en el privado, arrojan elementos significativos de la fase actual de antagonismo en torno al trabajo.
A grandes rasgos, la conflictividad de los años ochenta tuvo como trasfondo la respuesta de la población asalariada contra la reestructuración que hizo aparecer algunas de las debilidades de la nueva organización del trabajo. Si por un lado, las movilizaciones en los sectores industriales reestructurados (carbón, siderurgia, astilleros, etc.) plantearon problemas sociales que se saldaron mediante la transferencia de fondos públicos (nacionales y comunitarios) para atender a las indemnizaciones y condiciones ventajosas de jubilación, por otro, surgían áreas de conflicto en sectores de actividad que, como en el caso del transporte, cobran una especial relevancia en la producción fordista dispersa, donde la logística de abastecimiento y distribución constituye un elemento clave en la garantía del flujo productivo y, por tanto, del ciclo de negocio o de acumulación de capital.
Desregulación y conflictividad difusa
Las huelgas del transporte pusieron de manifiesto, entre otras cosas, que la figura del trabajador (transportista) autónomo, no es sino una forma de régimen asalariado encubierto que descansa sobre la doble presión de las condiciones que imponen los cargadores y de los compromisos de crédito con las entidades financieras. Asimismo, la acción de los transportistas, al bloquear el flujo de aprovisionamiento, puso en entredicho el sistema de producción deslocalizada basada en el justo-a-tiempo. Como primera consecuencia, los estrategas del sector de automoción, que es el sector de vanguardia en cuanto a las aplicaciones de los nuevos modelos de organización del trabajo y de las tecnologías de producción, reorientan sus planes hacia una concentración de la actividad en los parques industriales que rodean a las plantas de ensamblaje.
Por lo demás, desde los años ochenta, los recortes presupuestarios conllevan un continuo deterioro de los servicios públicos y un empeoramiento de las condiciones de trabajo de los empleados públicos. Los comités de base italianos y las tendencias a la autoorganización en el movimiento de las coordinaciones que a lo largo de una década, desde mediados los años ochenta, se extendieron en Francia y que afectaron al transporte ferroviario, hospitales, tráfico aéreo, recogida de basuras, etc., fueron algunos ejemplos característicos de movilizaciones autónomas, espontáneas, que desbordaron a los sindicatos existentes aunque, como en el caso de los Cobas italianos se enmarcaron dentro del paradigma sindical.
Durante los años noventa, los avances operados en la desregulación del mercado laboral y la precarización de la condición asalariada fueron paralelas a la proliferación de conflictos localizados tanto en sectores en extinción (minería, siderurgia) como en sectores reestructurados (automoción) o emergentes (servicios a las empresas). Con duración, alcance y contenidos diferentes, todos esos conflictos hicieron evidente, entre otras cosas, la creciente inestabilidad del proceso de reproducción del capital. Paradójicamente, la atomización productiva y las cada vez más jerarquizadas y autoritarias relaciones laborales confieren un poder de desestabilización a pequeños colectivos de trabajadores (por ejemplo, pilotos o maquinistas).
Además, la yuxtaposición no sólo a escala mundial, sino regional, de modelos de producción que van del régimen semiesclavista al terciario avanzado es una nueva fuente de desequilibrios sociales. Así, por ejemplo, la xenofobia y la represión de la inmigración tiene, entre otras motivaciones, el mantenimiento de la presión sobre la fuerza de trabajo inmigrada de la que depende la agricultura industrial, como se puso de manifiesto en la algarada xenófoba de El Ejido o en la movilización de los jornaleros ecuatorianos de Murcia, en enero del 2001.
Por otra parte, la rigidez alcanzada en la relación capital/trabajo, que criminaliza cualquier acción reivindicativa, apenas deja margen a la mediación sindical. Y es, precisamente, el estrechamiento del margen de maniobra para la negociación lo que, en ocasiones, induce una radicalidad en las movilizaciones que dejan en evidencia el carácter eminentemente antagónico de la relación capital/trabajo.
Valorizar la radicalidad
Recientemente (julio del 2000), un centenar y medio de trabajadores de una fábrica de rayón en proceso de cierre (Cellatex, situada en Givet, pequeña localidad del Norte de Francia), ponían en jaque a las autoridades públicas francesas con la amenaza de descargar los depósitos de ácido sulfúrico en el Mosela, si sus reivindicaciones no eran atendidas. De llevarse a efecto tal amenaza, como es fácil imaginar, las consecuencias hubieran sido desastrosas. El conflicto, por lo demás, no entrañaba ninguna radicalidad en cuanto a sus reivindicaciones, eminentemente defensivas. Sin embargo, lo realmente significativo fue que tal acción desesperada hizo añicos la retórica sobre el estado de derecho, con gran escándalo de la izquierda institucional ante lo desproporcionado de la acción, al tiempo que evidenciaba la naturaleza coercitiva de la relación asalariada. Al chantaje de los responsables de la empresa, cuyas decisiones entrañan para los trabajadores paro, miseria e inseguridad, éstos respondieron con las únicas armas de que disponían, elevando el nivel del chantaje y haciendo de su particular problema laboral una cuestión de alcance social.
En este punto, cabe decir que la subsunción de la conflictividad en las políticas de contención social que hicieron frente –y hacen- a las reestructuraciones, han contribuido a difuminar el horizonte analítico de la guerra social tras una maraña discursiva sociológica. De ahí que, salvo algunas excepciones, no se haya valorizado suficientemente la conflictividad social, ni los mecanismos de gestión y transferencia de fondos encaminados a sufragar al paz social en los países capitalistas desarrollados.
Pues, el desarrollo de métodos y técnicas de gestión del ciclo de negocio, unido al aumento extraordinario de la productividad, ha significado un perfeccionamiento de los mecanismos de control y estabilidad social, bajo la forma de subsidios, sistemas de jubilación anticipada, planes de formación, o como el sector emergente de la solidaridad que gestionan las ONG, etc., hay que entenderlos como contrapartidas de la conflictividad potencial.
Claro está que valorizar la conflictividad real y potencial no significa la re-construcción ideal de un nuevo frente de clase al estilo de la clase obrera de postguerra. Al contrario, esta proliferación de huelgas y resistencias que, por el momento no vislumbra ninguna agregación formal en torno a unos objetivos comunes, habría que entenderla más bien como una expresión de la disgregación real del sistema capitalista. Ahondar en esta perspectiva contribuirá sin duda a sobrepasar la mera comprensión sociológica de las formas “bárbaras” de socialidad vinculadas a la economía delictiva, que ganan cada vez más importancia en el proceso general de reproducción social, y de las resistencias y líneas de confrontación que, a caballo entre los valores reminiscentes de la tradición emancipatoria y la afirmación antagonista de la nueva subjetividad reproductiva, se extienden por doquier. Y ahí radica también la posibilidad de un horizonte de teorización que se distancie por igual del ilusionismo utópico y de la resignación fatalista ante la realidad de la explotación y la humillación que acompaña el proceso de reducción de la condición humana a mero valor para el capital.