08.03.2011
La colonización del espacio educativo
«A ella le hubiera gustado estudiar y ser maestra de escuela, pues ése era tal vez, a su modesto entender, el mejor trabajo del mundo, enseñar a los niños, abrir con toda la delicadeza los ojos de los niños para que contemplaran, aunque sólo fuera una puntita, los tesoros de la realidad y de la cultura, que al fin y al cabo eran la misma cosa.»
Roberto Bolaño: 2666
¿Pero cómo no imaginamos que un discurso tan insistente sobre la crisis de la escuela tenía precisamente el objetivo de desmantelar el espacio común del conocimiento y los valores largamente conquistados de una educación emancipatoria? ¿No será que proclamar la desintegración del entorno educativo es la nueva forma de colonizarlo?
Cascada de informes sobre el fracaso escolar, la pérdida de autoridad y el absentismo, tanto escolar como laboral, todo dirige la mirada hacia un problema nuevo: la escuela, después de tantas reivindicaciones, la educación de niños y jóvenes, finalmente reconocida como un derecho fundamental, están en crisis. Los medios de comunicación muestran periódicamente el descenso del rendimiento escolar y la proliferación de comportamiento indeseables; y, lo más llamativo, hasta los políticos están dispuestos a admitir parte de culpa en la gestión de la enseñanza pública, con tal de engrosar el discurso sobre la crisis escolar. El objetivo es muy claro: fomentar la necesidad de llevar a cabo cambios profundos, tanto en la organización y funcionamiento como en los contenidos.
Habrá que preguntarse cómo ha sido posible que, precisamente ahora, cuando la escuela alcanza a todo el mundo, cuando parecía ponerse al servicio de un fin democrático, justo ahora, ha entrado en una crisis sin precedentes. Cuando, por fin, en los programas aparecen propuestas que defienden el conocimiento libre y crítico, la formación de un sujeto reflexivo, entonces resulta que ya nadie está en condiciones de aprender. El discurso sobre la crisis escolar, elaborado desde los despachos expertos, las declaraciones de los políticos y el sensacionalismo mediático, es un nuevo asalto a la educación, la estrategia para volver a controlar el recinto protegido de la escuela.
La educación se sitúa en el centro de una contradicción fundamental: es imprescindible para reproducir el sistema socioeconómico al mismo tiempo que puede constituir una amenaza. El sistema necesita cabezas despiertas pero exige que se dejen dirigir, requiere firmes voluntades pero sólo para cumplir dócilmente las directrices, precisa conocimientos pero únicamente aquellos que van a ser útiles y, sobre todo, tiene que llevar a cabo esta sutil selección bajo la apariencia de libertad. Por su parte, los maestros se dedican con fervor a proteger la infancia, los adolescentes hacen temblar los pilares de la sociedad con su espíritu rebelde y los profesores son la última reserva para despertar sus conciencias al mundo. Desde las instancias políticas y económicas se observa este pequeño oasis con interés y preocupación. Se ha descubierto que es un mercado potencial virgen, todavía por explotar, pero también puede ser un foco de rebeldía; se necesitan jóvenes mínimamente formados pero sólo en la dimensión y medida que van a ser útiles. ¿Cómo confluir intereses tan encontrados? El discurso sobre la crisis de la educación tiene claramente el objetivo de eliminar uno de los últimos obstáculos a la expansión de la nueva economía.
Desconocemos los planes a largo plazo de este nuevo dominio sobre la educación. Por el momento se intuyen objetivos inmediatos: 1) Ampliación de sectores de negocio en los centros escolares y nuevos mercados en franjas de edad cada vez más jóvenes; desde la política educativa hay una clara voluntad de descargar el sector público y reconvertir la escuela en una empresa; 2) A través de «la educación en competencias» hay también un uso performativo de los conocimientos para un fin normalizador.
Jean-Claude Michéa plantea a este respecto una inquietante tesis: la reconversión del papel de la escuela responde a lo que él llama el proyecto neoliberal de La escuela de la ignorancia, y se pregunta «hasta qué punto los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser el producto de una deplorable disfunción de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión.»1 Analicemos todo ello con un poco de detenimiento.
Gestionar la escuela como una empresa
Autonomía de centros y direcciones con mayor capacidad de gestión y decisión son las dos guindas de la nueva ley de educación, especialmente enfatizadas por el Conseller d’Educació en Catalunya. Esta es la respuesta de los políticos al fracaso escolar y al malestar de los profesores. A partir de ahí, se exige al director que gestione la escuela como una empresa y añada, al cumplimiento de la ley y el servicio al ciudadano, los valores de eficacia y eficiencia.
El primer paso que ha dado la administración es encargar a expertos de las nuevas técnicas de gestión empresarial y liderazgo de equipos (economistas-psicólogos), la formación de los futuros directores. A lo largo de las densas sesiones sobre ingeniosas estrategias para dirigir al personal y lograr la mejor relación coste-beneficio, los conocimientos no son mencionados en ningún momento y ni siquiera se habla de objetivos pedagógicos.
La estructura argumental que desarrollan es la siguiente: 1. El Estado de Bienestar está en revisión y la crisis económica acelerará el proceso; 2. Se hace necesario colaborar con el sector privado; 3. La administración emergente se organiza en red, por todas partes aparece la idea de red como fórmula operativa de funcionamiento; 4. El director ha de ser un líder solitario, capaz de mantener el equilibrio entre el centro educativo y la administración; 5. Los asesores de empresa afirman que el sistema asambleario de los institutos públicos se ha demostrado inoperante; 6. La evaluación y control de la gestión se convierten en la pieza clave, a través de los 5 indicadores E: economía, eficiencia, eficacia, efectividad y excelencia.
El marco legal de esta política educativa, que ha sido recientemente aprobado por el Parlamento Catalán, tiene su referente en la tendencia neoliberal competitiva que han adoptado algunos países desarrollados, es el caso ejemplar de Inglaterra. Según este enfoque, el Estado delega en los centros una gran autonomía, al mismo tiempo que las familias tienen libertad de elección, ambas cosas fomentan la competitividad. El Estado se reserva una única prerrogativa: la evaluación. Establece pruebas especialmente diseñadas para medir el rendimiento escolar, siempre orientado a la rentabilidad económica, hace públicos los resultados y, con ello, encauza la demanda de las familias hacia los mejores centros, que podrán seleccionar a los alumnos, lo que les permitirá mejorar los rendimientos. «La filosofía liberal se tradujo en Inglaterra –señala Marchesi– en un conjunto de normas claras y contundentes: evaluaciones externas a todos los alumnos de once, catorce y dieciséis años; publicación de los resultados que los centros obtienen ordenados desde el más alto al más bajo; distribución del dinero a los centros en función del número de alumnos que lo solicitan; evaluación externa y periódica de los centros; posibilidad de cerrar los centros si no funcionan. En síntesis: competitividad, presión, rendición de cuentas y elección de los padres como el mejor camino para la calidad y la excelencia.»2 Este enfoque olvida un elemento central en la educación, lo que constituye el auténtico problema de fondo: el entorno socio-económico y la implicación familiar. Ambos son factores determinantes en el buen desarrollo de las competencias educativas y el éxito escolar, con una incidencia hasta del 85%.3
Este problema es el que trata de abordar la tendencia integradora de la educación, que combina el compromiso social del Estado con una mayor o menor autonomía de los centros según los países, pero siempre dentro de una educación pública mayoritaria.
En el caso de España la educación se ha distribuido en una doble red escolar, pública y privada concertada, especialmente en Catalunya. El pacto por la educación planteado con la nueva ley propone hacer confluir ambas líneas en un único «sistema educatiu català», así lo plantea la LEC en Catalunya. Durante los últimos 15 años la desigualdad entre escuelas se ha acentuado porque los recursos han sido otorgados por igual a todos los centros; la LOE tiene el objetivo de corregir esto. Pero, por otro lado, se pretenden mejorar los rendimientos y la eficacia, pues España se sitúa a la cola europea, con este fin se fomenta la competitividad entre los centros a través de la libertad de elección y una apuesta decidida por la autonomía. Ahora bien, si no hay intervención del Estado para introducir elementos correctores, la libertad de elección tiende a aumentar las desigualdades y la autonomía implica competencia entre centros dentro de una lógica empresarial.
Esta autonomía prevé también «abrir posibilidades a los centros para que consigan recursos económicos complementarios», señala Álvaro Marchesi,4 siguiendo las prácticas de otros países en los que el mercado ha logrado ya penetrar en las aulas. En un documentado trabajo sobre «el poder de las marcas», Naomi Klein pone de manifiesto cómo la publicidad está invadiendo el espacio escolar en Norte América. «El mercado juvenil es una fuente inexplorada de ganancias» cuyos integrantes «pasan la mayor parte del día en los colegios». «Ahora bien, el problema es cómo llegar a ese mercado», afirma un folleto de la Cuarta Conferencia Anual sobre el Poder Juvenil.5 Mientras los costes en educación crecen y se hacen necesarios nuevos medios electrónicos para atraer la atención de los chicos, las empresas ofrecen dotaciones en programas educativos, ordenadores y medios audiovisuales a cambio de unos minutos de publicidad obligatoria, anunciarse en las portadas de los libros de texto o vender sus productos en exclusiva en la cantina.
En nuestro entorno inmediato, algunos directores llegan a declarar que ellos se las arreglarían mejor con las empresas para obtener medios económicos y mejorar sus centros, sin darse cuenta de que con ello están abriendo la puerta del recinto de la escuela a la publicidad y el mercado, último bastión manifiestamente contrario a los abusos del comercio y los engaños de la propaganda.
Preparado el terreno de la opinión pública con un manido discurso sobre la crisis escolar, fundado en informes expertos sobre el fracaso escolar, la depresión de los docentes y la violencia en las aulas, el objetivo es la «liberalización» de la escuela.
La controversia de los conocimientos
En medio de todo ello, los conocimientos también han sido adaptados convenientemente. Desde el punto de vista de la historia del pensamiento y de la ciencia, la verdad del conocimiento fue sustituida por la simple validez y la utilidad. Los conocimientos son útiles mientras sirvan para comprender el mundo, para definirlo, hasta el momento en que dejan de ser creíbles y son sustituidos por otros que se presentan más acertados a los contemporáneos. El cambio y evolución constante de los conocimientos, que históricamente ha ocurrido siempre y hoy se acepta como el principio crítico fundamental de la ciencia, ha puesto en entredicho la validez de su transmisión a las nuevas generaciones. Entonces ¿en qué debe consistir la educación? ¿cuáles serán los contenidos que van a llenar el tiempo escolar?
El constructivismo entiende que es necesario conformar esquemas y estructuras mentales, no conocimientos concretos sino conceptos abstractos, formas del pensamiento capaces de ordenar cualquier contenido. La nueva ley da un paso más y, sobre la base del constructivismo, centra los contenidos de la educación en la adquisición, no ya de conceptos y estructuras, sino de competencias. Los conocimientos, el saber y el pensamiento no son, por tanto, el objetivo a alcanzar en la escuela sino el medio para adquirir competencias. No es importante poseer conocimientos de tal cosa o tal otra, sino estar en condiciones de aprender, de «cambiar de conocimientos», de ser competente y saber comportarse. Como idea puede ser válida, el propósito es que los niños y jóvenes lleguen a ser capaces de adaptarse a situaciones muy diversas, a ser buenos ciudadanos, a manejar bien los medios y a optimizar los recursos; lo que parece más cuestionable es que se pueda enseñar este adaptarse, este saber actuar, este uso y esta inventiva, sin conocer las situaciones, las experiencias, los datos, las ideas, las creaciones concretas que aporta la tradición, es decir, los conocimientos, las fuentes del saber que alimentan la mente, permiten relacionar, conectar ideas dispares, adaptarse a nuevas situaciones, crear.
Esta nueva fórmula pedagógica entiende el papel del profesor como un obstáculo en el proceso de aprendizaje. El alumno tiene que enfrentarse solo con el material preparado por los expertos. Se ha sustituido la idea de transmisión de conocimientos por la nueva fórmula de aprender a aprender; se trata de que el alumno desarrolle su inteligencia formal guiándole hacia la respuesta sin que el profesor intervenga más que como un mediador o un vigilante, para evitar el llamado «dirigismo» del maestro. Hameline se pregunta «La ambigüedad del no dirigismo en educación ¿es una subversión libertaria de la autoridad tradicional de los maestros y de los hábitos mentales instituidos en los alumnos o, por el contrario, una diversión liberal que permita, bajo la excusa de promover la autonomía de los alumnos, impedir a los maestros transmitir contenidos de conocimiento poco favorables al orden establecido? Y vemos, por todos lados, reclamar la creatividad más bien en prácticas de recuperación de la materia gris para gerentes de la productividad que para iniciativas no conformistas de individuos y grupos que intentan vivir de otra manera las cosas de la vida y la educación.»6
Educar en el constructivismo, presentando al alumno «contextos altamente estructurados» en los que «desde un principio se facilita al alumno la atribución de sentidos»,7 dirige el aprendizaje hasta el punto de impedir al alumno, precisamente, construir una significación propia. Educar en competencias, sin duda deseables y necesarias, es una práctica extraña que pretende conseguir los mismos efectos que provocan gran cantidad de información, lecturas, conocimientos sobre disciplinas muy diversas y mucha reflexión práctica a través de la expresión escrita y la creación artística, pero evitando los contenidos o reduciéndolos a meros ejemplos. ¿Realmente se consideran innecesarios los conocimientos para adquirir competencias o más bien se está evitando que los alumnos comprendan el mundo desde las visión objetiva y global que aportan los conocimientos?
Desconocemos los efectos de este experimento pedagógico, pero lo que sí sabemos es que no solamente se ha perdido la ocasión para hacer de la institución escolar el espacio vivo y transformador que estábamos esperando, sino que este modelo emancipatorio, que a duras penas vio la luz al comienzo de la democracia en España, se ha visto cuestionado y destruido por un premeditado discurso sobre la crisis de la educación. ¿Qué se ha ofrecido a cambio? ¿Que respuesta ha dado la política educativa a su propio discurso sobre la crisis? La institución escolar, especialmente la pública, se diseña como un espacio invadido por la regulación, sujeto a normatividad y evaluación continua de todos los procesos que intervienen, un lugar sitiado por la autoridad legal del director y los profesores. ¿De qué se habla hoy cuando se menciona a las escuelas e institutos? De violencia y de fracaso, de niños que crecen enfermos de «atención» y de profesores que enferman en las aulas, de malos resultados, de pérdida de autoridad. Todo va mal en la escuela; se amontonan los informes más pesimistas y se promueve la idea del centro educativo como un lugar hostil. A continuación se formula la cuestión. ¿Que se puede hacer? Los profesores observan con recelo esta pregunta que políticos y expertos, muy resueltos y activos, se han propuesto responder: es preciso una «movilización» general, poner en marcha todos los activos, que nadie se quede en el aula perdiendo el tiempo con su ciencia o con su arte, que todos los profesionales de la enseñanza dejen sus conocimientos obsoletos y se pongan a llenar aplicativos con la programación, los objetivos, los resultados y la evaluación siguiendo la directiva de una política educativa de rango internacional, bastante alejada de la realidad social y cultural que viven el niño y el profesor. La categoría de «movilización global»8 ha llegado a la escuela con un énfasis especial, invadiendo el espacio educativo que, precisamente, se caracteriza por la paciencia y la necesidad de perder el tiempo para ganarlo, un ir tejiendo laboriosa y lentamente las experiencias de vida.
La tendencia es desmantelar este pequeño lugar de libertad, hoy sitiado y asediado, y dominar de nuevo el terreno de la educación. Por el momento, están trabajando las consultorías a través de concienzudos cursos de formación para equipos directivos; de ahí se espera que éstos se pongan en marcha con diligencia para aplicar resueltamente el esquema de las cinco E, sometiendo a la escuela a las directrices del nuevo programa de gestión y liderazgo empresarial.
Mientras tanto, el entusiasmo por los conocimientos, la curiosidad, la expresión y la creatividad no se ven por ninguna parte, nunca están en la escena del debate. ¿Se dan por sobreentendidos o se sobreentiende que están muertos? Los bienes culturales, patrimonio de todos, parecen no interesar a las propuestas pedagógicas, que fijan únicamente su atención en el proceso de aprendizaje sin definir cuáles pueden ser los contenidos.
Sin embargo, éstos son, más que nunca, el principio transformador de la sociedad, el motor de la historia. ¿Para qué sirven los conocimientos si no es para saber qué pasa, para poner de manifiesto las condiciones económicas que oprimen al 80% de la población mundial, para descubrir la orientación que la política económica da al desarrollo científico y tecnológico? ¿Para qué sirven los conocimientos sino para tomar conciencia de las cosas, para poder comparar, relacionar, conectar, distinguir, enlazar contenidos muy diversos y aparentemente alejados; para desarrollar la capacidad de reflexionar y objetivar, de establecer conexiones nuevas, de elaborar análisis críticos, de crear? Si bien es cierto que los conocimientos son el medio para llegar a comprender el mundo, es imposible alcanzar esta comprensión sin los contenidos. ¿O tal vez hemos de pensar con Guy Debord que deliberadamente se está difundiendo «la falta de lógica, es decir, la pérdida de la capacidad de reconocer al instante lo que es importante o menos y lo que es del todo irrelevante; lo que es incompatible y aquello que, por el contrario, puede ser complementario sin más; todo lo que implica tal consecuencia o tal otra y lo que ésta, en el mismo acto, impide: esta enfermedad –afirma Debord– ha sido inoculada a la población deliberadamente y en grandes dosis por los anestesistas-reanimadores del espectáculo.»9
La propuesta pedagógica de educar en competencias obviando los conocimientos, impedir a los profesores que transmitan lo que saben, adquirir formas sin contenidos, el sueño de una educación «transversal», ¿no situaría al alumno en la precariedad de una identidad vacía, carente de la afectividad que despierta en el ser humano la comprensión del mundo, de los otros y de su entorno inmediato? Pues, como señala Pennac, «por muy extraño que pueda pareceros, oh alumnos nuestros, estáis amasados con las materias que os enseñamos.»10 Tomar conciencia de ello es precisamente el cometido de la enseñanza: somos lo que sabemos, los conocimientos que nos constituyen y las palabras con las que podemos expresar nuestra visión del mundo. Los profesores lo saben y ponen todo su empeño en mostrarlo, ese es el entusiasmo que les da plenitud. Llenan el aula con un enorme despliegue de energía que nadie puede imaginar. Cada hora, con treinta alumnos, el profesor deja su alma en imaginar los mecanismos de la comprensión, en estar pendiente de que levanten su mirada y se sorprendan por las maravillas de este poema o aquella idea, de que sigan con atención el desarrollo del experimento y sientan el mismo interés que ellos tienen, atendiendo al distraído para que se concentre mientras no dejan la explicación para no perder el momento vital de la atención, levantando la voz para llegar bien a sus oídos y despertarles de su olvido. Es un trabajo tan agotador que sólo quien ha mantenido esta tensión hora tras hora durante años, sabe de qué se trata. Cada hora es un reto diferente: ¡ahora desarrollaré esta idea que con este grupo me ha quedado a medias porque así se entenderá mejor si lo explico primero; pondré aquel ejemplo; repartiré antes que nada este texto y lo leeremos, o no, me funcionó mejor preguntarles antes qué piensan ellos, aunque quizás es imprescindible que les explique aquello otro para motivarles, la anécdota del otro día fue muy útil… en cualquier caso, siempre hay que improvisar! Como señala Pennac, «la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cinco minutos que durará mi clase.»11
La escuela es el espacio en el que necesariamente se han de poner en escena los conocimientos y las artes, donde tienen que circular con la máxima facilidad. En el ideario de cualquier tendencia política está previsto que la educación –escuela, instituto, universidad– tenga a su alcance todos los medios necesarios. Este principio ilustrado, que es, sobre el papel, aceptado por todos, entra en contradicción con los intereses de la política económica neoliberal. La educación es un derecho individual y una necesidad social, ambas cosas indiscutibles para todo estado democrático, y, sin embargo, podría constituir, por su propia naturaleza, un peligro para el sistema, pues en el recinto escolar se dan cita los conocimientos, se anima el pensamiento crítico y se despierta la sensibilidad ética.
Así las cosas, caben dos opciones: o bien poner en marcha una revolución educativa que lleve hasta el final las propuestas escolares de enriquecer el alma y dignificar a la persona, cultivar el intelecto y poner toda la tradición de la humanidad al servicio de una formación crítica, solucionar problemas materiales y facilitar la vida, con el objetivo último de forjar los vínculos sociales para una convivencia democrática y, por tanto, provocar una profunda transformación social, o bien promover un modelo de educación acorde con los mecanismos del mercado, cuyo objetivo es la formación de trabajadores adecuados a las necesidades del sistema y consumidores compulsivos, traicionando entonces los principios básicos de la educación democrática.
El discurso sobre la crisis de la educación que hoy anuncia en los medios, con bombo y platillo, el fracaso escolar, la violencia en las aulas, la pérdida de autoridad y la depresión de los docentes, ha sido diseñado para justificar este segundo modelo de escuela-empresa al servicio del mercado, con el objetivo de poner en entredicho la escuela ilustrada de voluntad emancipadora que sin duda pondría en crisis el sistema socio económico y provocaría un movimiento histórico.
Necesitamos de la educación para sobrevivir históricamente y sólo si la institución escolar cumple ese papel histórico que permita cambiar el mundo, podrá sobrevivir en su función educativa. Cuando la escuela se decida a acoger la naturaleza que le es propia, como patrimonio de la tradición, desarrollo del pensamiento crítico, principio de igualdad y objetivo de libertad, entonces podrá sobrevivir como escuela y, en ese caso, desencadenará necesariamente un cambio histórico. De lo contrario, cabe esperar el deterioro paulatino y progresivo de la enseñanza pública y el aislamiento de una escuela elitista. Una situación injusta que puede llegar a ser muy peligrosa.
Todavía nos queda la posibilidad de trabajar y cuidar nuestro entorno reducido. Si bien no podemos cambiar el mundo desde el espacio de nuestra pequeña institución, cada uno puede hacer lo que realmente considere válido en su ámbito concreto de influencia y esperar que los efectos positivos se expandan. Tomar los bienes públicos, mientras todavía son de todos y habitarlos, hacer de ellos el espacio común donde circulen los conocimientos, el arte y las creaciones humanas, que son patrimonio de todos.