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19.12.2002

Okupar el lenguaje
Siete tesis — y ningún ejemplo — sobre pragmática subversiva

Pues sin duda sabéis que los otros dioses me han dado plenos poderes sobre las ganancias y las noticias.
Plauto. Anfitrión

Eris
mi única avla
no sé
tu nombri
Juan Gelman, Dibaxu

1. No se trata de que el sistema capitalista distorsione o aliene nuestra comunicación, de que nos expropie ahora de nuestro mundo de vida –de nuestro lenguaje- como antes lo hizo de nuestro trabajo. Se trata más bien de que los actos de habla se vuelven productivos sin perder su legitimidad, esto es, respetando las condiciones de una comunicación intersubjetiva racional y libre. El estatuto de la comunicación como fuerza productiva consiste entonces en que el capital aprovecha, como un parásito, la actividad lingüística humana, rentabilizando el proceso simbólico, social y autónomo –“la revolución tecnológica”- por el que se innova y reconfigura la generación de conocimientos, la transmisión de información, etc. Para esa función despliega un dispositivo de control que garantiza –no distorsiona- el medio social sobre el que actúa a distancia, esto es, que asegura la validez de la comunicación dentro de la metrópolis, observando los principios normativos exigidos por la modernidad y sobre los que echa, literalmente, sus redes mercantiles: reflexividad, como condición de un saber consensuado (“tu experiencia es lo que cuenta”); universalidad, base de un orden social legítimo (“tu participación es lo que vale”) e individuación, forma de un proyecto personal autónomo (“tu elección es lo que importa”). Todo junto, trilogía del consenso. A estas alturas, el tal dispositivo tiene ya más nombres que el Señor, pero nosotros le llamamos Ciudad Empresa -sobra añadir Capitalista-, instancia de control y beneficio puros, secretada por la red lingüística que extienden, comunicándose, los sujetos: la modernidad haciendo negocio de sí misma, el lenguaje tejiendo la identidad siniestra entre capitalismo y realidad. Oswald Wiener: “En esta sagrada trinidad…una sublevación contra el lenguaje es una sublevación contra el modelo social”.

2. La institución paradigmática del modelo, la que articula ejemplarmente nuestra vida social como proceso de valorización, asegurando así la transferencia “sostenible” de recursos al sistema, es sin duda la empresa mediática, estructura comunicativa pero radicalmente monológica, que elude, por tanto, el encuentro cara a cara, las palabras cuerpo a cuerpo, el acto donde acontece –vibra, resuena, se estremece- la realidad. Velados el cuerpo y la voz, desubicado en la red, impotente para hablar con la televisión, el hombre anónimo se enreda en los media, en su dominio ubicuo y visible, haciéndose él mismo invisible, irreal, fantasmagórico. Solo así pueden sus actos de habla reducirse a intercambios estandarizados, reproducibles, de formato estable y asimilables a un medio de control codificado y neutro: el dinero. Es a ese capital o sentido común a lo que llamamos opinión pública, indiscernible del mercado mediático y regulada por sus imperativos sistémicos. Hablar es comunicar; y comunicar, vender: en ese lugar común, vacío, que rehabilita a su manera la antigua ratio latina, vivimos y hablamos, consumiéndonos en mensajes, codificándonos en unidades de información y valor ingrávidas e incoloras como los bits de Neuroponte -¿o eran los del Neuromante?-, sin nada que decir, en fin, entre los que no dicen nada. (Y eso explica, de paso, que la publicidad sustente lo que José Luis Pardo, indignado, llama “el expolio semiológico” de la retórica. ¡Si es que los recursos expresivos son ya procedimientos de valorización, librados sin más a la competencia lingüística de los hablantes, esto es, a la del mercado!).

3. Claro que este ciclo debe soportar la zona incierta, el ruido de fondo, la babelia donde nos apropiamos –ahora ya “dialogando”- del sentido, disperso así en flujos hermenéuticos que la centralidad del sistema, su posición como marco de referencia, ni puede ni quiere agotar: le basta con reducirlos. Será aquí, sin embargo, en este margen yermo, esterelizado, sin potencia política o de vida, donde los esperanzados busquen al otro: donde jueguen a las semánticas delirantes o funden el campo del discurso ético, donde parodien, inocuos, el carnaval y la heteroglosia o aguarden serenos la palabra que viene: ensueños de Canaán hundiéndose en el desierto… No hay fuera. No hay resto. Garantía de seguridad, la red gestiona y homologa todo el factum loquendi, en un campo de concentración postmoderno donde las palabras decisivas, el gesto cortante y escindido, se anulan en esta prosodia nuestra entumecida, en el dulce y maternal veneno de su neutralidad -¿sabe alguien qué le ha pasado de verdad a la lengua?-. Por lo demás, será esta inmensa tarea de reciclaje, esencial al capitalismo sostenible, la que confirme la entrada de la “nueva economía” también en los intercambios lingüísticos. El dominio de la competencia legítima ni perjudica ni menosprecia ya al dominado, al diglósico, al que no sabe hablar. También a él se le aprecia el esfuerzo, le compensa el mercado por los estigmas de su incompetencia, volviéndoselos rentables, beneficiosos: el estándar se relaja en función de un espacio mediático que legitima y aprovecha cualquier forma de comunicación, hasta la más degradante, la más residual, la más basura. Si todo vale, “asín también se bale”. La red no conoce otro límite que el propio y en esa laxitud toda participación es razonable, todo acto de habla es un acto consumado, feliz. (Así que mientras hacemos como que escuchamos a los que “siempre escuchan” y advertimos por fin el cierre platónico, abismal, con que el sistema anuda el discurso justo y el placentero, rhèsis logistikè y rhèsis epithymètikè, nos preguntamos, derrotados, qué hacer, con qué actos resistirnos al poder, de dónde sacar nuestro discurso: la rhèsis thymoeidès, la palabra que se enfrenta… la que quiere vivir).

4. Derrotados, decimos, y es aquí, al enunciar ese fracaso, donde entramos al fin nosotros. La derrota declarada –sin esperanza, sin alternativas- de la palabra insumisa, comunista, libre de la mediación del capital, de las redes de la Ciudad Empresa, nos enfrenta y dispone contra el límite interno del sistema, rompiendo ipso facto el hechizo del consenso y la plenitud de posibilidades. La fuerza unilateral e irrepresentable –inconsumible, por tanto- de esa declaración, de ese nuestro primer acto de habla, acaba de golpe con el fetichismo de la comunicación: incrustándose en ella, desafiando sus límites, provoca y devuelve a la sociedad de la información, a la comunicabilidad capitalista, su verdadera condición política, esto es, su obsceno poder sobre la vida del hombre anónimo. Enunciando “lo que no puede ser” (la derrota no dice nada: porque es un gesto, asume y soporta) la declaración marca en la red no el lugar de la diferencia sino el espacio del síntoma, del excedente incomprensible de sentido, del resto no reciclable, sin rentabilidad, que mancha y perturba el intercambio lingüístico con los signos balbucientes –lallen und lallen- de un querer decir o nombrar que, sin embargo y por su propia constitución, ni aguarda ni anuncia, repetimos, discurso otro. Y si concierne al poder la neutralización de ese “malestar en la palabra” con el bálsamo de la interpretación y el diálogo, nuestra estrategia de resistencia será, en cambio, okupar su espacio, politizar sus límites, encauzar su fuerza hacia nuevos actos de habla, acciones de sabotaje o infracciones pragmáticas que, esparcidas como minas, revienten la comunicación, obstruyan con su ganga la gran ceca metropolitana, se adhieran a sus circuitos como a las calles de Baker, ahora sí, la basura de Kaltenbrunner. Los signos oscuros del querer decir –el grito, el murmullo, el balbuceo- devienen entonces señales de una disidencia política, sombras que protegen a una intimidad desafiante, que resiste sin esperar nada y que traza, con la declaración unilateral de la derrota, la marca que autoriza su estrategia y su discurso: no rendirse, no darse por vencido, querer vivir. La declaración se muestra así, por fin, como un gesto análogo, también en su grandeza, al que funda, según Freud, el ámbito de la cultura. En ambos, la renuncia en cuanto al deseo introduce en el mundo lo negativo como potencia: ser-no, dejar de hacer, no corresponder. Pero si el esfuerzo de la cultura se agota en contener ese gesto inaugural y traumático; si la trama del lenguaje se aplica en suturar la herida que él mismo representa y provoca; si es, en fin, esa paz última para lo que trabaja, silente y laboriosa, la pulsión de muerte, la declaración de la derrota reabre en cambio, una y otra vez, la herida sin nombre del querer vivir: “…this is our high argument”.

5. Quisiéramos ahora, lector, ceder un poco en el rigor del concepto para ilustrar con algunos ejemplos la práctica de esta subversión. Pero no hay espacio. Así que permítasenos el venerable recurso del “hilo conductor” para mostrar lo que, enemigo emboscado, resulta por principio una existencia rota, esto es, una conducta sin hilo. La cuestión, como vieron ya Landauer y los espartaquistas, es romper, en el uso mismo del lenguaje, la institución que lo domina, el poder a cuyas relaciones no podemos sustraernos pero contra las que debe medirse -en ráfagas liberadoras de vida, en bocanadas de aire- la eficacia de nuestra resistencia. Ahora bien, si aquella derrota suya, tan análoga a la nuestra, pudo aún asumirse en el enunciado dadaísta, en la acción que provoca y desconstruye, con una teatralidad radicalmente política, el Orden en cuanto dominio de y sobre el sentido, está claro que, por la propia naturaleza de su poder, la “destitución” de la Red en el lenguaje solo podrá obtenerse con (infra)acciones pragmáticas, esto es, con intercambios lingüísticos fraudulentos, dolosos, capaces, tal cual, de defraudar los principios de la Ciudad Empresa, provocando el malestar en la palabra –y, por tanto, en lo social- con el fantasma de “lo que no puede ser”, esto es, con la insensatez de un comunicabilidad –y, por tanto, de una sociedad- no capitalista. El tonto se ha vuelto loco: ya no dice “dadá”, enuncia “dinero gratis”. Para ambas acciones, defraudar y decir insensateces, nos valemos, empero, de un solo verbo: prevaricar. Y así determinamos, por fin, nuestro programa: okupar el lenguaje con actos de habla prevaricantes, capaces de liberarlo y liberarnos –en ráfagas de vida, en bocanadas de aire- al control de la Red. Por suerte, y volviendo a lo del hilo, esa joya ideológica que es la teoría de Grice sobre la cooperación como principio pragmático trascendental; que, en efecto, confunde la lógica de una conversación con la del protocolo de encuestas del C.I.S., y que alcanza su paroxismo en la noción de “implicatura”, esto es, en el supuesto de que todo sabotaje al intercambio lingüístico es una forma oculta, circunstancial y heroica de cooperar en el consenso; esa teoría, digo, será la que nos permita, también a nosotros, orientar nuestro programa con una tétrada de máximas discretas y sabias:

  • De la cantidad: No diga nunca la palabra justa: guarde siempre el silencio que incomode, la elocuencia que comprometa al resto.
  • De la cualidad: Sea mendaz y que lo sospechen: siembre la desconfianza. Soporte, como todos, la mentira, pero no la comparta.
  • De la relación: Mida siempre la irrelevancia oportuna, la que mejor desquicie su contexto: confunda, yerre, distraiga: azore a los que “deliberan”.
  • De la modalidad: Sea oscuro y ambiguo, retorice sin miedo: recuerde que le salva la espesura. Sepa, como el poeta, de las palabras ciegas que se ocultan a sí mismas: de los nudos en la lengua.

¿Estrategia irónica? ¡Claro! Si el locutor, derrotado, no puede dar la cara (la ha perdido, como el nombre), si no puede asimilarse a otra palabra, le queda solo el recurso a la ironía: poner en juego un enunciador homologado y, sin embargo, ridículo, exasperante. Y así, porque es irónica, nuestra infracción pragmática abre en el acontecimiento mismo del enunciado, en la práctica inmediata del lenguaje, el espacio político, teatral –polifónico, le llama Ducrot- que le permite incorporar la más lúcida tradición de Sprachkritik, la de los “accionistas” de vanguardia, a la crítica del postfordismo. Y así, porque es irónica, acepta, en fin, que ya solo queda un modo de atacar el Pentágono: con American Airlines.

6. En la medida en que se cruza y resiste al intercambio, en que burla y subvierte la comunicación, el enunciado, como el síntoma, retiene sobre sí la atención, “quiere decir”, aguanta y se expone desde el acontecimiento mismo de su enunciación, y en esa abertura –emocionante y temible- no del significado sino del sentido la infracción pragmática gana de pronto una extraña y sorprendente cualidad poética. En efecto, su reducción literaria o estética exige por principio desvincular la función poética de la praxis lingüística cotidiana y, a fortiori, del discurso político moderno. La anulación de su fuerza ilocucionaria (el enunciado poético no “hace” nada), la subjetividad “desinteresada” de su juego, que no concierne a la realidad, conducen la actividad poética hacia la creación de mundos, a la palabra adánica que los nombra y concibe, al ámbito no político de su origen: al Aleph. De ahí que, para los teóricos del consenso, incluso donde no hay mediación de la escritura o de la institución literaria, el “tener algo que decir” –tellability- quede formalmente apartado de la actividad política, esto es, del acuerdo como horizonte de la comunicación. Y es que la fundación del orden en el enunciado poético –inspirado o narrativo-, en “las palabras con fuerza de ley” del profeta o del Führer, llevaría a un discurso político irracional y fascista. Muy bien, ¡pero es que lo nuestro no consiste en crear mundos –nombrarlos, concebirlos- sino en destruir y socavar precisamente éste! Comprendida esa inversión diabólica, la función poética se muestra esencialmente vinculada a la efectiva desconexión de aquella práctica cotidiana, no en el gesto que se aparta sereno sino en el que, temible, se interpone en ella y le resiste. Será esa resistencia justo lo que vibre “poéticamente” en su enunciado, la emoción que indique su auténtica fuerza ilocucionaria: desafiar al poder. Y así, frente al silencio –sileo- de la creación, el que guarda la muerte, el que precede a la música y donde las palabras brotan y suenan como una vocación, se alza este nuestro, el silencio –taceo- que sucede al desafío, el que hace callar y deja sin palabras, el que se decide y resuena, en fin, como una provocación. Alguna vez uno y otro han ido juntos; alguna vez, de la mano de Virgilio: “…cuncti se scire fatentur/ quid fortuna ferat populi, sed dicere mussant”. (No son éstas, no, divinas palabras: las carga el diablo). Comprendemos ahora que el lugar donde acontece la enunciación, donde aguanta y se expone la (infra)acción pragmático-poética, no es ya la casa donde habita el Hombre en las Afueras sino la que okupa y politiza, en el corazón de la Ciudad Empresa, la intimidad anónima del querer vivir: ésa que, como el poema, te habla justamente a ti, te calla y te provoca a ti, con signos que, como el poema, buscan grabarse en tu piel y allí exhibirse frente al poder del capital, según el lema de la Ciudad Desobediente: “Mi tatuaje contra tu visa”. Y al fin, incrustado en la Red, expuesto al desafío por la fuerza performativa de esos actos de habla, nuestro cuerpo se vuelve otra vez visible, opaco, resistente: cuerpo de la letra, carne marcada y letraherida, resonancia interior –“¡Ahí hemos hablado!”-, letra de poema: solo un mundo solo…

¿Estrategia neurótica? ¿Tropos, figuras para decir “lo que no puede ser”? ¡Claro! Pero mientras el neurótico se entrampa, condenado, en su retórica –en su novela familiar, su teodicea- la nuestra es, ya desde la declaración de la derrota, un recurso político: arte si y solo si crítica, manifiesto lacandón, artefacto postmoderno. Y una vez más, si es cosa del genio creativo -reprimido o no- tejer la trama de sus mitos, será la nuestra, en cambio, literatura del demonio, por donde se caiga a trozos, imprevisible, la impostura del sentido que pone en juego el poder. Contra el Aleph ”limar la frase hasta que entre, la llave del ladrón: Sésamo”. (Wiener)

7. Rota la Red salimos a lo que no puede concebirse ni imaginarse: lo numinoso en nosotros, el abismo de las vidas que no podemos vivir. Con él se mide y zozobra la comunicabilidad tambaleante y sin control de la asamblea, entre la insignificancia de sus posibilidades –nada- y el límite de lo que puede –infinito-. Contraer en algún punto esa zozobra es tener una voz, decir algo, darnos a nosotros, asamblea de la disidencia –otra no hay; distinto es el coro de los reticentes…- el rostro que asome detrás de los pasamontañas, de las kufya, de nuestras simples caras. Y en eso estamos.