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03.09.2013

Catalanes, un esfuerzo menos!

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Un día, en una charla en Manlleu sobre música pop en Cataluña, jugaba con esta historieta. Si un alienígena visitara el país haciendo un trabajo de exploración, y luego informara a sus compañeros alienígenas, podría darse la siguiente conversación. Le preguntarían: –¿Cómo son los catalanes? Y él respondería: –Son gente muy preocupada por su identidad. Y entonces, dirían, –¿Y cómo es esta identidad que tanto les ocupa? Y el explorador respondería: –Son gente muy preocupada por su identidad.

Con ello intentaba plantear la idea de que para mí, hablando de música, la cuestión identitaria representa una obsesión que impide desarrollar con naturalidad lo que podría ser la intención de cualquier persona interesada en la propia cultura, y probablemente de cualquier artista: expresar un mundo propio, vinculado a una gente, unos sentimientos, unos materiales y un lugar concretos.

Pensaba en los grupos de rock catalán de los años noventa, que eran vistos y admirados por el uso del idioma, pero que, terminando aquí la apuesta por que les podía ser propio, empleaban recursos musicales propios de grupos ingleses y americanos, y de otras épocas, y cantaban letras que aludían a imaginarios de lo más convencionales. La identidad iba por delante, y no había mucho más.

Me refería también a la escena musical del entorno metropolitano de Barcelona en la misma época, con un montón de grupos que cantaban en inglés y hacían música más cercana a los sonidos internacionales del momento. También ellos, bajo mi punto de vista, estaban marcados por la preocupación identitaria, pero en este caso «en negativo», huyendo de cualquier parecido al rock catalán (o a la movida de los ochenta), en todos los aspectos formales y lingüísticos. Sus letras y voluntad expresiva, según se podía deducir leyendo y escuchando muchas de sus entrevistas, no ambicionaban mucho más.

Y también tenía en cuenta la actual oleada pop, en la que se encuentran mezclados grupos que comenzaron los últimos años de la década de los noventa y los primeros años del milenio, algo más permeables al mundo en el sentido de que proponía, que durante el lapso de unos pocos años estuvieron, quizás afortunadamente, abandonados de la presión mediática (aunque en la actualidad ya forman parte de un nuevo proceso de captura simbólica que los identifica con el país).

Por ahí va mi mirada sobre la cuestión de la identidad. Pienso que si algo tenemos en común los catalanes y las catalanas, tan diferentes y diversos en tantas otras cosas, es que somos especialistas en el tema identitario. Todo el mundo ha tenido que pensar y oír hablar sobre el tema. Es casi imposible vivir en Cataluña y no tener un vocabulario y repertorio de opiniones sobre la cuestión de la identidad.

Pasa así, tanto si somos muy «de la ceba» (del movimiento militante y comprometido) y vivimos en este mundo conformado por setas, música, tradiciones pretendidamente ancestrales, seny, rauxa (cordura, arrebato) y carácter emprendedor, como si somos los «cosmopolitas» que pretenden haber superado la dimensión territorial de su vida, viviendo en un mundo de vínculos frágiles y conceptuales, ya que, en este último caso, aunque se disimule, también hay una definición fuerte a partir de la negación de la identidad (de hecho, esta división, que quizás es muy «años ochenta», algunos ya la han superado, y ahora existe la posibilidad de ser cosmopolita y «de la ceba» al mismo tiempo, sin tener que elegir). También es el caso, claro está, de las personas que han de conciliar su vida aquí con raíces culturales de otro sitio, sea porque han inmigrado, porque sus antecesores lo han hecho, o porque se han emparejado aquí. Nadie escapa a la reflexión identitaria.

De la misma manera que lo aplicaba a la creación musical en aquella charla en Manlleu, me pregunto si la mejor condición para hacer crecer una cultura propia no debería ser olvidar este deber de tener una posición sobre el hecho nacional. Me digo que la cuestión de la identidad nos hace opacos a cualquier intento de construir, o simplemente ver, vínculos más reales y generosos con nuestro entorno.

Porque, por otra parte, si algo me resulta amable de la idea de país es lo que tiene de invitación a atender como son nuestros vínculos con las personas y territorio que tenemos cerca, sean los que sean, te resulten amables o no, formen parte de tu constelación mental o no.

No tengo nada claro lo de los rasgos nacionales. Si, claro, algo debemos tener en común los que vivimos en un mismo lugar por tener un clima similar y cruzarnos más a menudo entre nosotros que con gente que vive en otros lugares del planeta, pero, como en los amores platónicos, sobre este hecho se construyen fantasías que se utilizan como verdades.

En cambio, que compartimos un territorio, aunque nuestros carácteres puedan ser diferentes e incluso tener poco que ver, es una evidencia. Y este sí que es un buen motivo para plantearnos cómo nos organizamos. Elaborar la vecindad física e inmediata, aquella que nos ha tocado casi por azar, diferente a las complicidades escogidas, puede ser de lo más saludable.

No lo digo por una cuestión de generosidad o de civismo. Es un poco como la necesidad de mantener el contacto con los padres. Por mucha rabia que en algunas ocasiones nos den tenemos un vínculo con ellos, en este caso más profundo que el territorial, que debemos cuidar para cuidarnos a nosotros mismos.

Ante un mundo tan mental, con nuevas fantasías de hermanamiento global, poner atención en lo que tenemos físicamente cerca no me parece mala cosa, y a eso es a lo que me remite hacer un esfuerzo más y pensar el país en positivo.

Acordar con los que tenemos cerca unas normas nuevas para nuestra constatada vida en común, podría ser un buen ejercicio.

Sea como sea, tanto aquella identidad menos preocupada por la identidad, como esta nueva constitución que reelaborara la vecindad, los quisiera pequeños. Cuando oía decir «la voluntad de un pueblo» pensaba en una especie de fuerza vampírica que quisiera chupar nuestras energías.

Si hemos de reconstruir algo, que sea para dejar de hacer. Menos presión, menos ambiciones, menos de todo. Cualquier empresa que nos tengamos que proponer que sea para dejar de montar empresas. A mí una Cataluña llena de barcelona world, estatuas de Colón disfrazadas y grandes festivales me provoca más miedo que ilusión.

No tengo ninguna gran teoría que lo sustente, pero cuando pienso en estrategias para un mundo mejor voy a parar a esta idea: que son más determinantes las cosas que se deberían dejar de hacer que las cosas a emprender. ¿No os parece que detrás de la mayor parte de los problemas que tenemos hay alguien que estaría mejor si tuviera las manos quietas? ¿Que la solución de tantas cosas sería que alguien dejara de hacer?

Es como veo, volviendo a la música, aquella escena musical «del lapso» temporal. Un buen puñado de jóvenes hicieron música durante un tiempo con pocas expectativas de éxito y sin presión mediática. Quizás ellos lo echaron de menos, –porque a menudo se confunde el cariño con la publicidad–, pero, visto con perspectiva, creo que aquella falta de presión ambiental hizo posible uno de los mejores momentos en la música catalana de los últimos años.

El mundo sería infinitamente mejor si algunas cosas se dejaran de hacer, si algunas personas dejaran de actuar, si algunos retos de crecimiento dejaran de tener lugar, si algunas normas pudieran improvisarse cada vez que hicieran falta.

Si es para una Cataluña así, con una identidad provisional, sobrevenida y mal acotada, y con una constitución que nos cuidara y ahorrara grandes proyectos, yo me apunto.