24.12.2010
Para una crítica del conflicto vasco
El anonimato como fuerza política en el contexto del Conflicto Vasco
El siguiente artículo se redactó en la primavera del 2007. Creo que su valor teórico sigue vigente en sus líneas principales. Lo que sí quedaría por determinar es el problema de cómo se podría organizar una fuerza política que subvierta el Orden político que se describe en él. La pertinencia de la cuestión del anonimato se hace entonces inevitable.
El artículo describe la constitución de un aparato social coherente y eficaz; claro, nítido y perfectamente estructurado, establece un Orden que atraviesa todas las dimensiones de lo social. Que atraviesa todas las dimensiones de lo social significa que invade los discursos, tanto como los afectos o las conductas; pero no como un agente externo que vendría a prescribir qué se ha de sentir, decir o hacer. Se trata más bien de un Orden político que desde el interior y de antemano establece las condiciones de lo decible, lo sentible, de cómo podemos regir nuestra conducta. Éste régimen de pre-visibilidad no puede sino asegurar la repetición y redundancia de lo ya dicho, sentido o hecho, jugándose en ello su supervivencia. Lo obvio se convierte así en el principal medio y en la finalidad política última, y su subversión deviene índice y medida de toda práctica política.
En este contexto, la fuerza del anonimato reside precisamente en su capacidad de hacer entrar en escena lo inédito. Lo inédito, lo no fijable, lo no reconocible: esa bruma que por no ser reducible a la red de relaciones afectivas, discursivas o conductuales que pre-escribe el propio Conflicto, posibilita la irrupción de un espacio político otro liberador. Ahora bien, ¿cuál es el fondo en el cual el anonimato halla su fuerza? En otras palabras, ¿cómo está constituido lo anónimo en el contexto del Conflicto vasco?
No tanto el dolor, sino el hastío constituye esa interioridad común y anónima. El hastío, esa resistencia pasiva a la perpetuación de lo Mismo, señala la posibilidad y la necesidad de otros discursos, otras relaciones afectivas, otras modalidades de acción que disuelvan o escapen al juego de poder dominante. Porque lo que subyace al hastío no es sino la negación del propio Conflicto, su deslegitimación como centro de sentido y como principio rector del Orden político-social. El hastío manifiesta el deseo y la urgencia de una realidad otra.
Una política del anonimato, una política que halla en el anonimato su principal fuerza y hace de él su principal arma, ha de profundizar en ese hastío, lo ha de llevar al límite o a sus últimas consecuencias. Llevar el hastío al extremo significa hacer una experiencia radical del mismo. La radicalización de la experiencia del hastío lleva consigo un cambio radical de perspectiva y una negación del Conflicto que operan una triple inversión: abre, primero, un espacio de discurso inédito donde otras cosas pueden ser dichas; abre, además, un espacio práctico inédito donde otras conductas pueden tomar lugar. Pero, sobre todo, abre un nuevo espacio afectivo donde una relación inédita con el dolor puede establecerse. Esa nueva relación con el dolor no lo disuelve, no lo cura, sino que posibilita su reapropiación transformadora. Pues frente al hastío, es en la expropiación y gestión de una experiencia codificada del dolor donde el Conflicto se apoya en último término.
Ahora bien, la reapropiación del dolor que procura la negación del Conflicto presupone también el descubrimiento de su absoluta desfundamentación. Desocultar la ausencia de sentido del Conflicto lleva consigo la revelación de un dolor igualmente carente de sentido. Es, por eso, que en el espacio que abre el hastío haya de acontecer, quizá, un proceso de desmoralización. Y, sin embargo, ¿no es esa forma de auto-exposición el grado cero de toda lucha política hoy? ¿no constituye, acaso, el suelo afectivo en que se traban política y existencia? ¿cómo se traduce en términos de práctica política establecer esa relación inédita con el dolor y hacer la experiencia radical del hastío.
Los juegos de poder
«La vida es quemar preguntas»
Artaud
Generalmente (todavía) se plantea de forma frecuente el problema del poder según categorías caducas e inútiles: quién lo ostenta, cuál es su localización exacta, cómo tomarlo o destruirlo. Las respuestas a la cuestión de poder dan lugar a las principales y más ciegas corrientes críticas y se formulan con frases tipo «el poder lo ostenta la clase política x», «el poder lo ostenta la clase política y», «el poder lo ostenta la potencia mundial z» o «el poder lo ostenta los mass media»… Es así que el poder deviene Poder y prolifera como infinitas respuestas-máscara que pretenden señalar como si de una simple definición ostensiva se tratara el poder, «el de verdad», el esencial y no el otro. Se esfuerzan en señalar el objeto al que la palabra «Poder» hace referencia (pobre dualidad semántica), y en su absurda batalla de referentes se les escurre (provocan su escurrimiento) el poder ocultándose. Poder enmascarado, por tanto.
Desde Foucault, podemos entender que el poder no está, sin más, en algún sitio; que no se refiere a un objeto particular, que no esencia en él sino que pone en relación los objetos que se entrelazan de forma reticular en un campo estratégico dado. Que el Poder no existe, que hay relaciones de poder. Por tanto, que no sirve, si no es para ocultarlo, preguntar por el «qué» del poder. Y que si sólo hay relaciones de poder, sólo es útil desviar la pregunta del qué por la del cómo, intentar comprender cómo funcionan las relaciones de poder (trabajo descriptivo). Y este desplazamiento implica un nominalismo (no existe «el» poder) que coincide con un perspectiva relacional y funcionalista que es, ha de serlo, no esencialista. No en vano hace Foucault alusión a la filosofía del lenguaje corriente para tomar prestada la noción de «juego» en vistas a una posible filosofía analítico política: del mismo modo en que el lenguaje se juega (relaciones de significación) se juega también el poder (relaciones de poder). Y su descripción (respuesta al cómo) desenmascara el poder.
Lo cual no implica que no podamos hablar de núcleos en los que el poder se condensa más o menos (centros de poder), o de estancamiento y persistencia de ciertos juegos de poder a lo largo del tiempo (estados de dominación). Aunque si es cierto que la disolución de no importa qué juegos de poder implicaría la redistribución de las relaciones de poder y no la disolución de poder mismo. Con todo, podemos siempre interrogarnos cómo se juega el poder en x campo social, qué efectos tiene, qué posibilidades de apertura coyuntural ofrece.
En Euskadi hace tiempo que se lleva jugando un juego de poder que hay que destruir. Principal dispositivo de (re)producción de orden y neutralización de lo político que perpetúa una realidad fosilizada, satisfecha y miserable. El «Conflicto vasco»: espacio colmado de densidad infinita que en ello pierde la profundidad propia de lo espacial. Probablemente no haya otro lugar en el que el mundo se haya miniaturizado hasta extremos tan repugnantes. Y va siendo hora de tomarlo por lo que hoy es: una farsa, un engaño tan trágico como despreciable. Pero no para resolverlo de una vez, como si resolviéramos un problema o contestáramos a una pregunta. Más bien, para abandonarlo y vaciarlo (desocuparlo) haciéndolo desaparecer como problema y como centro de lo problemático mismo, como pregunta en cuya respuesta los maltratados jugadores pretenderían hallar la supuesta verdad farsante de la que penden.
Ante todo hay que dejar algo claro. El «Conflicto vasco» no desaparecerá porque haya sido resuelto, sino porque se estará llevando a cabo una transición de un régimen de poder determinado a otro (transición que estamos probablemente viviendo hoy);1 o bien porque haya sido políticamente vaciado.
El juego de poder sobredeterminante
«Gaur dirudi demokraziak utzi haula pott egina,
ipurdi hartzeari gustoa hartua dioala»Hertzainak.
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La historia del conflicto vasco es la historia de la progresiva disolución de los lazos que originariamente lo vinculaban, en mayor o menor grado, a la vida cotidiana de las personas: historia de una despolitización y de la constitución de un juego de poder sobredeterminante o régimen de poder, cuyos efectos principales son la reducción de la ambivalencia propia de lo social3 y la neutralización de lo político. Tal como funciona hoy, el Conflicto es una serie de relaciones que tejen un juego de poder que se sobrepone en y a lo social, al que corresponden unas relaciones de sentido que lo cohesionan y legitiman (que habría que analizar), y fuera de las cuales no queda nada. El Conflicto deviene así el principal dispositivo de (re)producción de orden.
El «Conflicto vasco» es sobre todo el espectáculo de un conflicto que se concreta en tanto que realidad espectacular. Espectacular por separado de la vida cotidiana, como lucha privada ETA-Estado; y espectacular porque la oposición separada de perspectivas políticas divergentes no hace sino ocultar la «unidad de miseria» subyacente para asegurar su persistencia. Las diferentes posiciones contrapuestas y las posibilidades de actuación en el juego político que determina el «Conflicto» no hacen sino confirmar de forma ininterrumpida una realidad idéntica (obvia/tautológica) sin posibilidad de apertura coyuntural alguna. Todas las luchas en el interior del juego político sobredeterminante contribuyen a la reproducción de una misma realidad que deviene simple reiteración ininterrumpida de lo Mismo. Jugar al juego del «Conflicto» implica contribuir a su retroalimentación, reconocer sus reglas y legitimar su existencia. En tanto que espectáculo de lo político el «Conflicto vasco» sería el aparato de su neutralización: exposición de una incesante y agitada actividad política verdaderamente ausente.
La realización concreta del juego político espectacular tiene como efecto los «daños colaterales» que conocemos y que lo convierten en algo doblemente triste: primero, por la tragedia concreta de cada uno de los afectados; y segundo, por la ausencia absoluta de fundamento o sentido de esas afecciones trágicas. De hecho, esta dimensión trágica adyacente es totalmente funcional al conflicto. El no-sentido (muerte) y el desorden juegan un papel fundamental en la reproducción de orden y sentido. El Conflicto, en tanto que dispositivo sobredeterminante, efectúa una utilización funcional del desorden y el no-sentido: los desordenes parciales (kale borroka, agitación social, incertidumbre, preocupación, miedo…) y el no-sentido (la tragedia) funcionan como elementos necesarios de su retroalimentación.4
Las actividades que dan lugar a los desordenes parciales son siempre altamente rituales (ir a una manifestación, lanzar piedras, quemar cajeros y ver un concierto) y juegan un papel absolutamente supeditado al Orden. El asesinato es su forma mas grave y reproduce también el Orden. En todos los casos, no se trata de la efervescencia espontánea de enfrentamientos incontrolables, sino de su rutinaria administración en dosis. La vacuidad política de tales desordenes es evidente, no así su funcionalidad, su servidumbre total al dispositivo de poder Conflicto. Es así que se puede hablar de cierta participación del desorden en la reproducción del orden. El desocultamiento de esta coparticipación es la única forma que pueda dar lugar a la deslegitimación de esas actividades miserables, y no la crítica interna que contase como una «jugada» más (del juego de poder).
La muerte en tanto que inasible debe, puede hacerlo, poner en suspenso las relaciones habituales de sentido. Si la muerte llega como acontecimiento trágico, el sentido sucumbe y la decimos que la vida se sacude. Sacudir y poner en suspenso abren un espacio que es, tiene que serlo, un contra-espacio: es otro espacio fuera y contra el Espacio (conocido) que lo precedía. Por ejemplo: «¿Qué nos pasó el 11-M? Por decirlo muy brevemente, lo que nos pasó fue que el acto terrorista abrió un agujero negro».5 Que abre un agujero negro significa que el no-sentido que funda ese nuevo espacio toma la forma de la interrupción del curso habitual de las cosas, de la presencialización del Otro.
Pues bien, en el contexto que el Conflicto confligura la muerte llega siempre bajo la forma de un déjà vu, de un «ya visto» que se «pre-veía»: de la pura repetición en y de lo Mismo. La tragedia de una muerte ha devenido pura redundancia. El muerto ya no es ni «uno» que muere (único), ni el dolor pertenece a quien padece («mi dolor»). Ello es extensible a la tragedia por aprisionamiento o dispersión. Expropiación, de antemano, de la experiencia única y privada que pueda hacerse del dolor causado, codificación y reconducción del dolor al seno de las relaciones de sentido imperturbadas que se fortalecen (ETA-Estado y la gama de grises entre uno y otro), y en fin, neutralización de la fuerza política del propio dolor. He ahí la diferencia entre la politización por afección del 11M y Euskadi: víctimas o afectados.6 Utilización funcional del no-sentido que impide realizar un desplazamiento de perspectiva que al descubrir la ausencia de fundamento del Conflicto pudiera ponerlo en tela de juicio.7
Tal reconducción del no-sentido tiene como efecto diferentes perspectivas por todos conocidas y correspondientes a las diferentes unidades de poder en juego: 1) ETA ha asesinado a x y es culpable, hay que acabar con ETA; 2) y ha sido encarcelado o asesinado por el Estado, hay que acabar con el Estado represor español; 3) el menos corriente pero igualmente funcional: hay que tender puentes de diálogo.
El caso 1 constituye la unidad que representa el Estado. El repliegue de los últimos años de la AVT, por ejemplo, viene a formar la base popular de defensa del Estado. Ésta procede por identificación de la defensa de la dignidad de las víctimas y la del Estado de Derecho. Sólo así se entiende que se rechace toda negociación (que relativizaría el Estado) y que se plantee el conflicto en términos de eliminación del oponente, incluso a costa de algunos sacrificios futuros más: «hay que derrotar al enemigo, aunque mi compañero de partido pueda caer en el camino».8 La víctima deviene así un sacrificado.
El caso 2 constituye la amenaza al Estado español. Ésta se vuelca contra el Estado español en favor de un simple reajuste administrativo-jurídico que hiciera sitio a un Estado vasco. En este caso también, la defensa de lo valores nacionalistas pasa por su total identificación con un posible Estado vasco que los realizaría. El problema reside en que ello significa que el Estado actual dejaría de ser Absoluto, devendría relativo a condiciones o contingencias. Por otro lado, sólo si son totalizadas las reivindicaciones nacionalistas tomando la forma de otro Estado se realizarían de forma no enajenada. El esquema es simple: el Estado español enajena a los vascos que superarían su condición de alienados sólo mediante la constitución de un Estado vasco, pero eso es incompatible con el Estado actual porque lo relativiza.9
El entrelazamiento y la articulación constante de esas dos unidades en espectacular oposición pone en marcha el mecanismo de retroalimentación que (re)produce el orden y constituye un régimen de poder sobredeterminante.
El conflicto como fundamento de sentido y elemento movilizador
«Cualquier lucha parcial resulta retenida a ese tipo de objeto tercero trascendente; todo debe encontrar significación a partir de él, incluso cuando la historia real lo hace aparecer por lo que es, a saber, un engaño.»
Felix Guattari, Micropolítica del deseo
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El Conflicto resulta ser altamente movilizador. Los mayores índices de participación electoral se dan en Euskadi hacen de ella una democracia saludable. Siempre la misma llamada a la masiva participación, electoral o en las manifestaciones, y la realidad persiste en su redundancia. Siempre la sucesión de «momentos históricos», momentos cruciales, decisivos, pero nada nuevo acontece. Siempre la reivindicación del derecho de autodeterminación y lo único que se autodetermina es el propio orden. En fin: redundancia de lo real, ausencia de novedad y autodeterminación del orden. El proceso de retroalimentación del Conflicto sólo es eficiente a condición de alcanzar niveles altos de participación. Por tanto, se puede decir que el «Conflicto» también toma la forma de una movilización total: movilización total por lo obvio en la medida en que su principal efecto es la persistencia de una realidad tautológica que se conoce y repite.
El Conflicto vasco funciona como un supuesto núcleo de verdad o de sentido de las sociedad vasca. Es posible, en ese sentido, que sea análogo a la categoría de «sexo» tal como funciona en el seno del dispositivo de sexualidad que Foucault describe en «La voluntad de saber». Eso significaría que se presupone:
a) un vínculo entre la totalidad social y ese núcleo de verdad sustantivo.
b) la derivación de todas las relaciones de sentido de ese centro, en tanto que sus subproductos.
c) la reconducción de todas las prácticas de lo social a dicho núcleo de verdad.
Totalización de lo social por presuposición de un núcleo fundamental problemático (el Problema-Conflicto) que lo constituye; presuposición de dicho Problema como verdad inherente a lo social y en relación a lo cual este se juega su razón de ser; derivación de todos los discursos posibles de este núcleo que funciona como su condición de posibilidad; y finalmente, reconducción de todas las prácticas al núcleo Conflicto que opera como referente y medida de su validez. Por tanto, el Problema-Conflicto se muestra como aquel elemento en relación a cual se juega la posibilidad de ser de los discursos y las prácticas sociales. Es el elemento según el cual aplica el código excluyente Mismo/Otro (dentro/fuera, ser/no ser), reduciendo la ambivalencia de lo social a figuras tipo que puedan corresponder al régimen de poder Conflicto, como sus partes constituyentes: abanico de formas admisibles de ser en sociedad del cual se podría hacer el inventario (la victima, el abertzale, el bienintencionado…).
Es sólo así que se determina el Conflicto como «el» Conflicto y no uno entre otros (inmigración, precariedad u otros). Y es así que se hace ver que su resolución será la Resolución de lo conflictivo en sí mismo: la Paz. La puesta en juego de estas categorías altamente especulativas y trascendentes (Conflicto, Resolución y Paz), hace presuponer un supuesto proceso central/fundamental, proyecta un horizonte de espera(nza) y consecuentemente, permite alcanzar una masiva adhesión a ese Proyecto. Articulando estas categorías se desarrolla e impone una metanarrativa de legitimación del Conflicto mismo cuyo efecto es el siguiente: embarcamos todos en ese Proyecto pseudopolítico («tenemos que alcanzar la paz») en el que supuestamente nos va la vida, cuando en realidad, probablemente es la vida la que se nos va en ello.
Todas las prácticas y movimientos sociales son, por tanto, sobredeterminados (feministas, okupas, gay, anticapitalistas, ecologistas) ya sea por parte de las bases juveniles de la izquierda abertzale o no. Lo que sí es cierto es que en todos los casos, o bien se ha de ser lo suficientemente discreto para no contrariar abiertamente las relaciones de sentido dominantes, o se han de hacer ciertas concesiones adecuando cada propuesta. En el caso de la izquierda abertzale, se trataría de hablar de globalización, sí, pero a condición de adecuarlo a ciertas categorías como la identidad, pueblo, proyecto de emancipación que han de quedar inalterables, porque en ello se juega la condición de ser de lo político (y en ello muere). En el extremo contrario se trata de someterse a lo otro de ETA, defender principios sustantivos de Libertad, Democracia, Estado de Derecho… (en el caso del PNV y los partidos entre los dos polos, se combinarían ambos extremos). No hay espacio a todo aquello que no se preste a este marco de sentido correspondiente al juego político sobredeterminante.11 La posibilidad de una crítica radical muere en cada uno de los casos.
Pero sobre esta oposición hay un principio unificador aún mayor. Pues «este sistema de bipolarización de todos los problemas gira siempre entorno aun tercer objeto…» (Félix Guattari, MPD), a saber, el propio Conflicto como objeto trascendente, que pone en juego diferentes categorías que le corresponden, y desarrolla una metanarrativa de sí que lo legitima en tanto que régimen de Poder. Llegados aquí, no se trataría de someter a crítica una u otro elemento de la oposición, sino de someter a crítica el propio juego opositivo, esto es, someter a crítica y rechazar el propio Conflicto y la realidad que configura.
El rechazo del Conflicto
«Es por eso que tenemos que distinguir entre lo mayoritario como sistema homogéneo y constante, las minoridades como subsistemas, y lo minoritario como devenir potencial y creado, creativo.»
G. Deleuze, Philosophie et minorité
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Llevar a cabo la crítica del Conflicto pasa por el rechazo del mismo en los términos en los que se ha definido hasta aquí. Rechazo que no significa negación sino desvelamiento de su funcionamiento y su desocupación. Y esta crítica ya está siendo realizada cada vez que se dice «no me interesa», «no quiero opinar al respecto», «me quiero ir de aquí, estoy harto». Estos enunciados no significan indiferencia, ausencia de interés y compromiso respecto a un tema tan relevante. Significan, antes que nada, la deslegitimación del Conflicto como centro de sentido y de orden, y por tanto, desapego y reapropiación de una existencia singular, irreductible a ese centro que por definición rebasa y por el que había sido expropiada. Esos enunciados menores de «anónimos», señalan la única vía para una apertura coyuntural. Son la intuición de un deslizamiento, una fuga, un devenir respecto a las formas de ser tipo, mayores y constantes, funcionales al dispositivo de poder, formación histórica o estrato sobredeterminante.
Deleuze explica13 que mayor y menor14 no se oponen según una diferencia cuantitativa, o no únicamente. Lo mayor (mayoridad, mayoritario) opera siempre identificaciones, define formas acabadas (definitivas), redunda: extrae sin cesar constantes de un campo menor de variabilidad y contingencia. El Conflicto mismo es una formación mayor (se ha establecido como tal), así como las figuras (formas tipo) y las categorías que pone en juego: victima, preso, vasco o español; pero también, nación, estado, paz o libertad. Resumiendo, todos esos términos que comienzan con mayúscula independientemente de si prosiguen un punto o no (y a los que acompaña un articulo determinante). Es mayor lo que retiene y reduce. Retiene y reduce procesos menores y creativos, el fondo de inestabilidad a lo que lo mayor se sobrepone por definición.15 Y es menor lo que fuga, lo que escapa y rehuye las capturas que opera de forma incesante lo mayor. En fin, se trata de, o bien, poner las variables en un estado de variación constante (menoridad, devenires), o bien, extraer constantes de variables (mayoridad, capturas).
Pues bien, en cada enunciado que se asemeje a los citados se insinúa un devenir menor, y por tanto, la posibilidad de una apertura coyuntural y de otro espacio. Desocupar el Conflicto pasa por deslizarse bajo el mismo, provocar los devenires que deslizan. Por tanto, que hay que dejar de ser. Esto significa que hay que dejar de ser las figuras tipo que en tanto que participes del Conflicto realizamos y en las que nos determinamos. Pero, sobre todo, que hay que pensar de otra forma el dolor y por eso, hay que ponerlo en el centro.
Si bien dar un paso atrás permite describir un juego de poder determinado y comprender a qué juego se juega, muy a pesar de que los jugadores mismos lo desconozcan, no se puede, no se debe, menospreciar el dolor y la experiencia singular que de él se haga. Pero es que es precisamente asumir la verdad del juego descrito, a saber, la ausencia de fundamento del Conflicto y por extensión del propio dolor, lo que permite, lo único que puede permitir, poder pensar de otra forma ese dolor. La negación del Conflicto no se ha de confundir con la correlativa negación del dolor, sino con la apertura a un dolor que sólo puede ser otro dolor. Lo que significa que hay que elaborar otra forma de pensar la condición de víctima o la condición de preso; que hay que reapropiarse del dolor que esas figuras reconducen al juego de poder como un elemento funcional entre otros. Y eso pasa por aceptar que en realidad «no había razón alguna que diera sentido a la muerte de x» o «que no había razón alguna que diera sentido a la encarcelación de y». Que después de todo, «esto no ha servido de nada», que «hace tiempo que dejo de tener nada que le diera sentido». Hacer la experiencia de esa ausencia de fundamento puede parecerse a soportar lo insoportable. Y he aquí el punto en el que la cuestión adquiere toda su gravedad, lo decisivo de la cuestión o su momento crucial.16