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03.09.2013

Un rumor recorre Cataluña

«Gravoso es el rumor con rencor de los ciudadanos.»

Agamenón

Un rumor recorre Cataluña: «Espanya ens roba». Primero se escuchó en los medios de comunicación, en TV3, en La Vanguardia, después por todas partes. La inusitada rapidez con que se ha ido trenzando esta cadena de hablantes anónimos, así como la gran incidencia social que ha alcanzado parece otorgar a este rumor el estatus de verdad irrefutable: «si tanta gente lo dice, ha de ser cierto».

La frase no se anda con rodeos, su sentido es sencillo y manifiesto, y sin embargo –o precisamente por eso–, está cargada de dudas. ¿Qué es España?: ¿todo lo que no es Cataluña?, ¿el Congreso de los Diputados?, ¿Madrid? ¿el Real Madrid?; y, por otra parte, ¿a quién roba?, ¿quiénes son esos a los que España asalta? Se supone que son los catalanes, pero ¿quiénes son ésos exactamente?: ¿los nacidos en Cataluña?, ¿los que viven allí?, ¿los seguidores del Barça?, o «todo aquel que se siente catalán», como declaró hace poco Artur Mas en una rueda de prensa.

Quien intente responder a estas preguntas desde una pretendida objetividad histórica, está abocado a perderse en un inmenso bosque repleto de relatos: los nueve siglos de Reconquista española, la batalla de 1714, los cuatro dedos ensangrentados con los que Wifredo El Velloso creó la bandera catalana… Un montón de mitos que, dependiendo de dónde nos situemos y el enclave mediático que frecuentemos, obtendrán un mayor o menor grado de veracidad.

Nuestras opiniones están condicionadas por las «anteojeras» con las que contemplamos el mundo. Sin ir más lejos, yo, que vivo en Cataluña pero que no he nacido ni me he educado aquí, cada vez que escucho a algún tertuliano de TV3 hablar sobre la historia de esta región tengo la impresión de estar escuchando una conversación sobre una película que no he visto, llena de palabras que parecen haber adquirido su significado dentro unas convenciones a las que yo no pertenezco. Supongo que lo mismo le ocurriría a ese tertuliano si un día me escuchase a mi hablar de, por ejemplo, la Corona de Aragón (algo que espero no ocurra jamás).

Por eso, lo que aquí me propongo no es tanto desvelar qué mito es más o menos verídico, entre otras cosas porque todos los mitos son falsos (precisamente ahí radica su poder), sino intentar descifrar la cara oculta de ese «Espanya ens roba», porque estoy convencido de que todo rumor es el espejo en el que la sociedad contempla su cara oculta.

Sucedió el 11 de septiembre del 2012. Aunque es cierto que la frase llevaba escuchándose mucho tiempo antes, fue entonces cuando adquirió una dimensión e impacto mayor. Como todos los años, ese día se celebró la habitual manifestación conocida por el nombre de Diada, un particular homenaje a la batalla de 1714. Esta edición se diferenció de las anteriores en dos aspectos principalmente: el número de participantes (mucho mayor en esta ocasión) y el tratamiento mediático de ese suceso.

Fue Epicteto quien dijo hace muchos siglos (diecinueve) que «no son los hechos los que estremecen a los hombres, sino las palabras sobre los hechos». Y la Diada fue un claro ejemplo de ello. Al día siguiente de la manifestación, La Vanguardia afirmó que había sido «la manifestación más grande celebrada jamás», mucho mayor que cualquiera de las acontecidas ese mismo año contra los recortes, mayor incluso que las dos huelgas generales convocadas unos meses antes. No sé si La Vanguardia mentía o no, carezco de la información suficiente para saberlo. Lo que sí sé es que un acontecimiento, cualquiera que sea, se objetiva al ser nombrado y que su interpretación definitiva termina por imponerla aquél que más y mejor lo nombra.

El Poder hoy actúa creando palabras e imágenes y haciendo que la gente se las crea después. La imagen de esta manifestación comenzó a fabricarse bastante tiempo antes del acontecimiento en sí. La televisión catalana la estuvo anunciando durante semanas: «Vendrán autobuses desde todos los pueblos de Cataluña». Cuando finalmente llegó el día de la manifestación, la imagen producida por los medios se desplegó sobre la realidad cual mapa a escala 1:1, y de ahí saltó a la opinión pública. «Esta manifestación es lo que me ha hecho creer», declaró una señora al día siguiente en TV3. Atendamos a eso por un momento.

Se supone que en lo que esta señora comenzó a creer tras acudir a la Diada es en lo que anunciaba su pancarta de cabecera: «Catalunya, nou estat d’Europa». Esta afirmación, al igual que la de «Espanya ens roba», es también clara y concisa, y, al igual que aquella, despierta muchas dudas. Un nuevo Estado sí, pero ¿de qué tipo?: ¿neoliberal?, ¿socialista?, ¿un Estado basado en autonomías o federal?, ¿centralista, quizá? No menciona nada acerca de su Constitución. ¿Cómo será, qué derechos y deberes contendrá?, ¿cómo y quién los redactará?, ¿podrá ser ciudadano de este Estado cualquier persona que lo desee o sólo algunas?; y, si es así, ¿quién? Tampoco dice nada acerca de la relación que este Estado mantendrá con la Unión Europea, bajo qué condiciones se integrará a ella (si es que lo hace).

Demasiadas dudas. Muchos asuntos sin resolver. Por eso la pregunta que me hago es si es posible creer en un concepto tan vago como éste. Y la respuesta, desafortunadamente, es que sí. Es más, me atrevería a afirmar que únicamente podemos creer en algo cuando se trata de algo tan indeterminado como este «nou Estat català». Éste parece ser el modo predominante de la creencia propia de nuestros días: creer en algo que no sé bien qué es y que, por lo tanto, no me lo creo del todo. Nuestra propia incapacidad por imaginar un nuevo sistema más allá del capitalismo parece habernos dejado incapacitados para creer en algo de verdad. Como dice Žižek: «La creencia se ha convertido en un modo de participación en un ritual que no nos creemos.»

Este déficit de creencia es precisamente el que emplean los medios para formar la opinión pública. Así se origina el campo simbólico desde el que percibimos y pensamos la realidad. De esta manera se crea la estructura de significados que nos faculta para creer, por ejemplo, que la razón por la que he perdido mi trabajo o mi casa es que «Espanya ens roba». Es como si dejásemos de tener acceso inmediato a la percepción y pasásemos a situarnos en una red de significados previamente codificados, el «orden a partir del cual pensamos», que decía Foucault, y que hoy llamamos framing o enmarque de la realidad. En otras palabras: el filtro de imágenes y enunciados que condiciona nuestro acceso a la realidad.

Estoy convencido de que el «nou Estat» en el que comenzó a creer esa señora no respondía tanto a argumentos concretos cuanto a estos «enmarques» o formas preestablecidas dentro de las cuales evalúa cuanto acontece en su vida. Lo que a mí me preocupa respecto a este asunto no es tanto cuánta gente pasa a situarse en un marco determinado, sino cuánta realidad se queda fuera de él. Cuánto de lo que sería potencialmente posible se queda sin nombrar.

Si observamos cuándo se hace fuerte el rumor «Espanya ens roba» veremos que coincide con el momento de mayor exclusión social, cuando más movilizaciones sociales se estaban dando en la calle. Uno de los efectos que produjo la aparición de este framing fue, precisamente, ocultar el hecho de que los ciudadanos estaban movilizados contra el sistema económico (ocupación de plazas, mareas públicas, huelgas generales…). Cuanto más creció el rumor en Cataluña, más se debilitó la imagen de enfrentamiento contra el modelo neoliberal y más creció «la cuestión nacional».

En este sentido, el problema de la movilización social por un nuevo Estado catalán no es tanto que se trate de una propuesta demasiado utópica o demasiado imaginaria, sino, por el contrario, que persiste como imagen ideal del orden político-económico existente. Por otra parte, proyectar los males de una sociedad en un intruso que representa una amenaza, no es nada nuevo. Lo hemos visto muchas veces a lo largo de la historia (los judíos como causa de todos los problemas de los alemanes, por ejemplo). Este modo habitual de ocultar un antagonismo actúa siempre de la misma manera: mostrando la posición propia como representación de la Totalidad. Eso exactamente es lo que hizo CiU en su pasada campaña electoral.

Tomar partido es adscribirse a favor o en contra de una u otra opinión, interés o concepción del mundo; este procedimiento se facilita cuanto más podamos reivindicar que la realidad está de nuestra parte. El pueblo ha sido siempre una de las figuras más eficaces en este sentido. Todo el mundo sabe que la voz que el pueblo despierta tiene un gran poder; quien tiene al pueblo de su parte tiene la realidad. No es de extrañar, pues, que CiU optase por apropiársela: el póster de su campaña presentaba a Artur Mas en pose mesiánica con los brazos en alto y rodeado de una multitud enarbolando senyeras y esteladas. En la parte superior del cartel podía leerse la frase «La voluntat d’un poble». Una operación perfecta que, sin embargo, no funcionó. Y esto es lo interesante.

Desde mi punto de vista, CiU cometió un gran error de lectura. Creyó ver en la manifestación multitudinaria del 11 de septiembre una única fuerza ideológica: la defensa de Cataluña, y se creyó capaz de hacerla suya. De lo que no se dio cuenta es de que allí había algo más, otra fuerza que no se dejaba atrapar tan fácilmente. Están ocurriendo cosas que escapan a nuestro entendimiento, nuestros modos de vida se están viendo perturbados, de eso no hay duda. Cada vez sufrimos más y no sabemos bien por qué. La realidad aparece ante nuestros ojos como un espacio oscuro y opaco. «Espanya ens roba» irrumpe en este contexto como una explicación clara y concisa. El nacionalismo surge de nuevo cual escudo protector contra el torbellino de abstracción financiera que nos arrastra y, en parte, funciona. Pero sólo en parte, ya que en el fondo, no nos lo creemos del todo. Eso es precisamente lo que CiU no entendió, de ahí que sus resultados electorales no fuesen los esperados.

Como estamos desesperados, deseamos que suceda algo, cualquier cosa con tal de que no siga todo como está. La idea de crear un nuevo Estado sin ser nada original, es algo. El hecho de que Cataluña se separe de España es, de alguna manera, una ruptura con lo conocido. Algo distinto. Pero, ¿es algo mejor? Ahí vuelven las dudas.

Junto a la desesperación y las ganas de que algo suceda; junto a la necesidad de interrumpir esta normalidad tan dolorosa, se encuentra también la sospecha, la desconfianza hacia la representación de la Totalidad. Es como si supiésemos que cuando alguien nombra al «pueblo» nos está engañando. Como cuando nos dicen que, como hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, «ahora todos tenemos que apretarnos el cinturón». De alguna manera sabemos que vamos a ser nosotros los que nos vamos a ver forzados a apretárnoslo. Sólo nosotros, no todos. Por eso CiU no nos pudo engañar, porque no es posible engañar a quien se sabe ya víctima de un engaño.

Con esto no quiero decir que el problema esté resuelto. Ni mucho menos. El triunfo de cualquier representación de la realidad depende en última instancia de la capacidad que se tenga para «reenmarcarla» y ofrecer una alternativa. Y esa batalla no termina jamás. Además, el nacionalismo es un fuerte contrincante, pues proporciona un sencillo mapa cognitivo. De momento las dudas resisten («¿de verdad la creación de un nuevo Estado responde a los problemas que a mí me conciernen?»), pero no se sabe por cuánto tiempo. Soy de la opinión de que cuanto más frágil sea nuestra posición, cuanto más perdidos estemos, más predispuestos estaremos a escuchar aquello que queremos oír. Independientemente de si es eso lo que se ha dicho o no. Como le sucedió en cierta ocasión a la afición del Chelsea.

Quizá conozcas la anécdota: corría el año 1995 y el Chelsea se enfrentaba al Real Zaragoza en las semifinales de la Recopa de Europa. Algunos aficionados ingleses, apenas 3.000, se habían trasladado hasta la capital maña para presenciar el partido de ida. El Real Zaragoza de entonces, un equipo muy distinto al de nuestros días, se había impuesto en el campo por tres a cero. El partido ya casi llegaba a su fin cuando una falta encendió los ánimos de ambas aficiones. La cosa fue tan grave que tuvo que intervenir la policía, la cual, puestos a elegir contra quién cargaba, se inclinó por los ingleses, mucho menores en número. Este hecho, lejos de apaciguar a la afición local, provocó todo lo contrario y, al unísono, todo el graderío del Real Zaragoza comenzó a gritar: «Písalo, písalo, písalo»; un grito habitual en aquella época cada vez que aparecía un médico para asistir a cualquier jugador que estuviese retorciéndose de dolor en el suelo.

Lo gracioso del caso fue que los ingleses, en vez de «Písalo», escucharon «Peace and Love». Estoy convencido de que el hecho de ser menos y encontrarse fuera de su casa recibiendo palos de la policía influyó en este malentendido. Y es que, a veces, conseguir que una determinada presentación del mundo, la que nos interesa, sea la que acabe imponiéndose depende, simplemente, de la posición en la que uno se encuentra. Y nuestra posición hoy es débil. El reciente auge nacionalista en Cataluña creo que tiene que ver con esto. La última vuelta de tuerca impuesta por el capitalismo nos deja –todavía más– rotos, eso hace que escuchemos cosas que realmente no se están diciendo, como cuando uno cree escuchar el mar en el interior de una concha. El mar no está ahí, como tampoco está la libertad en la independencia. Nuestros problemas más urgentes hoy son aquellos que tenemos en común, no los que nos separan. Lo que le sucedió a los ingleses cuando, al final del partido, se acercaron a la afición maña en busca de un abrazo solidario, mejor no te lo cuento.