03.09.2013
8 pequeñas miradas sobre el paisaje
acompañadas por cuatro dibujos de los árboles que rodean mi casa
Ante mí la tierra retorcida y hosca a la que pertenezco.
El hombre pertenece a un paisaje y no a un país.
Estos dos versos pertenecen a Paisaje que duele, una de las partes de 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta). Hoy me sirven para encabezar estas palabras que pretenden ser una aproximación a un modo de mirar los paisajes. He acompañando estas reflexiones con unas citas de J.A. Valente y de A. Machado, y extractos de los textos de mis obras escénicas, en particular de la ya citada y de la última 28 buitres vuelan sobre mi cabeza. Siempre me han gustado esas maneras tan castellanas de acompañar verso con prosa, como un modo de explorar con el lenguaje aquello que se busca contar. Una manera circular de descubrir lo que se intuye y no se conoce.
I
Este invierno llovió.
En el comienzo de la primavera también.
El terreno parece haberse convertido en una inmensa lechuga entremezclada con una escarola todavía más grande. Verdes tiernos y frondosos, y cardos a rebosar de jugos.
El barbecho espiga en un color que es más marrón que verde, y al amanecer con los rayos sesgados y cálidos del sol, estos campos vistos a contraluz se tiñen de una luz que refleja un rosa. Parece una postal cursi de la Provenza. Pero no, es un barbecho de Castilla en una extraña por inusual primavera.
Hace años regresaba a casa en avión de algún punto del norte de Europa. Al atravesar los Pirineos se cubrió la tierra de nubes hasta hacerme olvidar los verdes de Francia. Cuando el paisaje se destapó, vi ese territorio áspero, de colores marrones y dorados que tienden a grises cuando el sol se desploma vertical y pesado, y vi esa tierra arrugada, y en el avión, sin más, me puse a llorar.
Qué belleza, y que dura es esta tierra.
Y así se me aparecieron entre esas sombras de mis ojos, tantos hombres arrugados y grises de alma luminosa que pueblan esta meseta. Después me dormí, y soñé con los campos de Castilla que cantó D. Antonio Machado, y desperté sumido en esa contradicción que supone la belleza cuando es áspera y dura.
(5.5.13)
II
La encina quiere ser el centro, quiere recibir toda la luz, pero a pesar de su volumen termina camuflándose entre los montes que la enmarcan. Los olivos se alinean con más regularidad de la que poseen, y la casa que asoma entre ellos es más equilibrada de lo que sus volúmenes realmente son. El cielo es intenso. Las nubes parecen abalanzarse sobre el que mira. Se muestran inmensas en profundidad y matices.
Antes de ponerme a escribir estas líneas, mirando el cuadro que describo, en la casa entre olivos y encinas que en él está representada, mis ojos se han llenado de lágrimas espesas, de esas que les cuestan brotar. Ese cielo que mi padre quiso pintar no cabía en el cuadro que pinto, y he visto como su amor por esta tierra le hacía intentar arreglar lo que el creía sus imperfecciones, cuando esas imperfecciones son su alma y están enraizadas en esta tierra y en las personas que la habitan.
Ese aire denso que al mismo tiempo es vacío inmenso,
que nos aprieta
espeso….
Incomprensible.
Mi padre por amor quiso embellecer ese aire cruel de Castilla al pintar este paisaje.
Me gustaría seguir sus pasos. Los de mi padre, y pintar este paisaje una y otra vez, no para mejorarlo, pero sí para comprenderlo; pues, que es pintar si no una manera de conocer.
(25.5.13)
III
Los cardos junto a los dos viejos almendros superan los dos metros de altura. He buscado esos espárragos tardíos que allí nacen todos los años. Me ha dado un poco de miedo verme inmerso en la espesura de esos cardos, sin ver el suelo y completamente enmarañado con ellos. Sus púas me pinchaban. Me quede inmóvil y desistí en mi búsqueda. Todos los años recojo en ese sitio unos espárragos de más de un dedo de grosor y de unos 60 cm de alto, este año no. Pero he cogido como docena y media de esos otros más pequeños, más oscuros, casi morados y muy sabrosos. Luego, los he cocinado con arroz al fuego, con romero y algo de tomillo, pimentón de la Vera y los restos de verdura que quedaban en casa, un rasque de nevera que llamo. He bebido un Jumilla bastante rico, lo he disfrutado con el arroz y mi familia, y después, una noche más, se ha ocultado una lágrima, oscura y densa, en mi lagrimal. Esas pequeñas emociones, se hacen grandes y se me agarran de cualquiera manera a cualquier tripa. He visto con mi hijo esa película de Clint Eastwood en la que su amigo se va a morir a la Luna, y al terminar, entre el final de la peli y la mirada llena de vida de mi hijo Juan, me he sentido viejo, y la luna se apodero de mí, y regresó la incertidumbre en la que me pusieron los cardos gigantes, y las nubes de la película se abrazaron a las del cuadro de mi padre, y entonces me he sentido además de viejo, pequeño, bastante pequeño y así, despacito, he apurado entre lágrimas el último trago del Ju-milla.
(26.5.13)
IV
Joder, qué es lo que vemos y cómo lo vemos.
Qué es lo que veo cuando miro esta tierra dura y áspera. Porque realmente es dura, no hay manera de hincarle el azadón sin partirse la espalda.
Qué es lo que busco en esta tierra mirada tras mirada.
El cabo entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la caballera anegada en el mar. El color no es color; es tan sólo luz. Y la luz sucedía a la luz en laminas de tenue transparencia ….
(fragmento de Cabo de Gata. J.A.Valente
de Fragmentos de un libro futuro)
Se cayó un nido de golondrinas y en dos días la pareja ha restaurado otro que había medio roto sobre la ventana de mi estudio. Qué trajín se han traído. He ido siguiendo sus idas y venidas, y he ido observando como iban sumando pegotes de paja y barro hechos con su saliva.
Pegote de barro tras pegote de barro; mirada tras mirada.
Las luces se alojan en el paisaje una tras otra,
[mirada tras mirada, pegote tras pegote]
como veladuras de incertidumbre, hasta que el paisaje desaparece como en una nebulosa inasible de luz. Y me sumerjo en esa oscuridad luminosa de incertidumbre, y cabeceo hasta que mi frente golpea las teclas del ordenador.
Cómo pesa esta luz. Me pego a la tierra y me convierto en parte de esa incertidumbre que es el paisaje y de mis ojos surgen pegotes de barro.
Imaginad mis parpados como nidos de golondrina duros y quebradizos.
Y mis ojos brumosos por la acumulación de luz, con dificultad asisten pasmados a los restos de esta ilusión de primavera.
Sueño con esas ensenadas del mediterráneo donde parecen surgir de la calma y transparencia de sus aguas las voces de sus homeros, y recuerdo también esas capas de luz que se acumulan, como dice Valente, junto al mar y me producen el vértigo ante lo inalcanzable. Las luces se emparientan y los paisajes se entremezclan; y amigos, se reúnen ante mí tantos paisajes. Se arrejuntan sin más, por los caprichos de la memoria o por ocultos lazos de la percepción. Qué difícil es comprender un paisaje. Tras lo que se advierte a primera vista se abren una infinidad de secretos encerrados. Como un cuadro de Mark Rothko que a simple vista es un cuadrado de color, pero que te invita a sucumbir en una lenta caída hacia una profundidad inalcanzable, y no entiendes el vértigo que te produce esa aparente superficie plana. Ante el cuadro lentamente el cuerpo se desliza entre esas otras veladuras, de materia tan ligera que se asemejan a las luces del paisaje y sin darte cuenta te sientes parte de él. Igual ocurre ante los paisajes.
Todas las miradas acumuladas en el paisaje, son también como veladuras inmateriales. Los ojos de los que lo han observado permanecen con él, y se convierte, así el paisaje, en un camino de ida y vuelta por el que transitan miradas de todos los tiempos. Siglos de miradas vertidas.
Los silencios, olvido y deserción, que habitan en los paisajes abrazan mi cuerpo.
Yo asumo ante las sombras y silencios de los paisajes, sus historias inabarcables y calladas.
El tiempo que permanezco ante el paisaje, de alguna manera me devuelve todas estas miradas, y con ellas el tiempo de todos aquellos que también lo observaron.
Y así en lo oculto del paisaje, parecen confundirse luz y materia,
y las historias brotan de la tierra
y mirada a mirada, pegote a pegote, reflejo tras veladura,
se difuminan mis contornos y me convierto, impreciso, en una capa más del paisaje.
(4.6.13)
V
Cuando hablo de encinas, lo normal es que no lo haga de una manera genérica, ni siquiera de las de Castilla. Hablo de esa encina cuadrada cuyas ramas quieren acariciar el suelo y así configurar una especie de bóveda interior que puede cobijarme, o de aquella que parece espigarse más que las otras y quiere acercarse al cielo rebelándose a su esencia achaparrada. Comprender a estas encinas, me ayuda a comprender la tierra en la que están y así a las personas que la habitan.
(5.6.13)
VI
A veces nos relacionamos con el paisaje de manera particular y establecemos vínculos que van más allá de cualquier idea de posesión o pertenencia. La observación meticulosa y las horas pasadas en él, conducen a un conocimiento carnal del paisaje.
La tierra es roja y después
blanca,
más allá un rastrojo dorado;
y los olivos
y los almendros circunvalan y cierran la olla.
La calima gradúa en azules-grises la sierra que la rodea
uniendo al cielo los picos más lejanos.
El aire es fuerte y quema la piel.
Me escurren gotas de sudor por las piernas,
suaves dibujan los rastros que otros cuerpos dejaron sobre ellas,
y con estas gotas, también se desliza el tiempo
transcurrido en unión a esos otros cuerpos,
que en algún instante fueron parte del mío.
[Retrato de un caminante II. 2004
(tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta)]
Este fragmento de texto, en la escena lo decía una mujer, y hace referencia a un atardecer de agosto, en la sierra del Segura, en las cercanías de Yeste. Un día de calor abrasante, pero de una belleza sensual, extraña y subyugante.
El que viene a continuación, pertenece a una elegía en memoria de mi hermana. Y habla de un día hermoso de invierno en una playa del Cabo de Gata en Almería.
Pero me senté ante nuestro mar
y en silencio fui vertiendo en él, con calma, mis lagrimas
y así, sin mirar el rastro de silencio que dejaba,
comí pescado y dormí con la cabeza hundida en sus aguas.
No hubo sueños
sólo el aroma yodado
y entre algas uní mi rostro al tuyo.
[Paisaje con ausencia. 2004
(tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta)]
En el 2000 acudía con la compañía de teatro de mi amigo Rodrigo García a montar la luz de «After sun» en el festival internacional de teatro de Butrint, en el sur de Albania, en la costa, frente a Corfu, muy próximo a la tierra de los feacios que aparece en el canto V de la Odisea. Montábamos en el teatro griego, privilegio imposible hoy en día a causa de la protección de estos espacios. Este teatro estaba anegado y para la ocasión aspiraron el agua. Todo se nos aparecía como en un abandono extremadamente bello.
El mar penetraba en la tierra por unas ensenadas profundas y hermosas. Los olivares descendían desde los montes y llegaban hasta el borde del agua. Los restos arqueológicos estaban diseminados sin ningún orden aparente. Y el territorio estaba salpicado, con la misma arbitrariedad, de gigantescos búnkeres abandonados.
El paisaje era extraño, un mediterráneo sin construcción, y ese mar siempre en calma, por el que podrías esperar que en cualquier momento apareciera el oscuro navío de Ulises.
Lo que conservo de ese paisaje en mi memoria sigue siendo como un libro abierto, al que continuamente acudo en busca de esas esencias del Mediterráneo, que encuentro más allí, en la calma de esas luces que se pierden entre el mar y los montes que al alejarse se ven azules y morados, que en la algarabía festiva que tanto nos quieren vender como Mediterráneo.
Ese paisaje forma parte de mí, y sin duda, de alguna manera extraña y anónima, yo formo parte de él.
También mantengo un diálogo similar con los paisajes que rodean el cabo Creus, tras mis días solitarios de pesca infructuosa en 1974, nunca he sido buen pescador, pero me he pasado horas con un caña en la mano esperando el sargo que nunca llegaba, observando y soñando con la vida bajo el agua y el pescado en la parrilla; o los que conservo tras largas horas cumplidas ante la imposibilidad de pintar y recoger los reflejos y el movimiento del mar en las inmediaciones de El Sopalmo en Almería; o con esos paisajes de Asturias a los que me siento unido por los días transcurridos escribiendo a la sombra de un castaño, y al caer la tarde acudir puntualmente a la Concha de Artedo a ver los movimientos de luz y nubes en el horizonte, junto al mar, intentando comprender con ellos donde está lo finito y lo infinito; o con los que guardo en mí por los momentos que extasiado he permanecido ante los reflejos y sombras del río Mondego, en Montemor-o-Velho en Portugal.
Las horas pasadas inmerso en estos paisajes,
y a la memoria acuden congojas y fulgores.
A un paisaje nunca lo puedes poseer.
¡Cuanta complejidad guardan!
(5-6.6.13)
VII
Mi mirada atraviesa el tiempo.
Es como si cada mañana, al levantarme y salir al campo, al mirar estos viejos árboles que me rodean, al oler esta tierra y sentir este aire fresco de primavera, el paisaje me devolviera todas mis miradas vertidas sobre él.
Y al mismo tiempo también me devuelve las miradas de aquellos que antaño lo habitaron y trabajaron, y por supuesto, también, las de los ausentes. Cada mañana me encuentro con las miradas de mi padre, que quisieron ordenar este paisaje y también admiraron su desobediencia, cuando al azar nacen plantas y árboles, y componen el paisaje sin aparente intención, con tal acierto que ningún humano pudiera imitar; y con las de mi abuelo, que lo llenaron de actividad productiva y práctica, trasformándolo y al mismo tiempo plantando la mayoría de los árboles que hoy me acompañan. Y por supuesto las de los que aquí dejaron esparcidas sus últimas miradas, y bañaron con su sangre esta tierra.
La noche cubrió de brumas la ribera del Guadarrama
y ardió con llamas negras en julio del 37.
Mi casa está ahí, vivo rodeado de las mismas encinas
testigos inmóviles de los veintidós días de batalla en Brunete,
y sus treinta y cinco mil muertos.
* * * * *
y hoy recorro los paisajes de 1937: descubro
los restos de trincheras que el tiempo no borró, apostado
hundo mi rostro en esa tierra bañada de horror, y espero
que esas huellas, me devuelvan la propiedad de mi historia
* * * * *
y las encinas preñadas intentan impotentes reventar.
Inimaginable hoy este paisaje en guerra,
esta belleza parda que piso,
y no lo olvides, cúbrela con tu cuerpo
y mantén protegido el misterio que alberga.
[Fragmentos de Paisaje que duele. 2004
(tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta)]
Durante años intenté escribir y trabajar sobre la Guerra Civil, pero el peso de la historia me lo impedía. Tenía la sensación que el arte poco podía aportar a la historia. Al mismo tiempo sentía que tenía que hacer algo sobre aquello que modificó nuestras vidas. Al final después de largos paseos durante años, de ir acumulando metralla y balas, restos encontrados en los alrededores de mi casa de la batalla de Brunete, apareció un vínculo entre 1937 y la actualidad a través del paisaje, y mi relación con él me ponía de alguna manera en relación con los muertos de 1937.
Nunca esta tierra y este paisaje dejará de ser lo que es. Fruto de sus historias. Mi mirada se hunde en mi memoria y en la de esta tierra, y reaparece la memoria oculta, la que no está en los libros, aquella de la que no podemos apropiarnos, que yace en las oscuridades donde no siempre se tiene acceso.
Ahora al terminar de escribir estas palabras levanto la vista y veo que el sol que me ha acompañado esta mañana se ha cubierto, y el viento trae un olor de lluvia que inunda todo el paisaje. Las lomas de la otra orilla del río se ven ya a través de una fina lluvia que es neblina ante mis ojos. Las viejas acacias medio secas verdean con estas lluvias y mi cuerpo a su vera siente envidia.
* * * * *
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi carpeta
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
(Fragmento de A un olmo seco.
Campos de Castilla. Antonio Machado)
Ahora ya, diez minutos después, todo esta quieto, el sonido que producen las gotas sesgadas sobre el paisaje armoniza hasta el ruido de la carretera. Los verdes se matizan y los dorados brillan. Las sombras se hacen profundas mostrando lo que nunca llegaremos a percibir, pero también mostrando su existencia. Luz oscura, y continúa el repicar de las gotas marcando ese hermoso ritmo de la renovación del paisaje.
Así sigue implacable el triunfo de la vida, unido a la melancolía que nace ante la incapacidad de comprender todo lo que es, ha sido y será este puto paisaje.
Inexplicable
la belleza
no se puede poseer;
es una experiencia
cercana al dolor.
[Retrato de un caminante III. 2004
(tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta)]
(8.6.13)
VIII
Quiero acompañar estas pequeñas reflexiones sobre el paisaje o sobre los paisajes que me acompañan y me afectan, con cuatro dibujos de una serie que hice entre el 26 de enero y el 6 de junio de 2012, de algunas acacias y almendros que rodean mi casa, mientras escribía 28 buitres vuelan sobre mi cabeza. Son árboles viejos necesitados de una poda exhaustiva, a la que siempre me he negado, pues cada vez me siento más próximo a esas formas caprichosas y extrañas, llenas de vida y muerte. Veía como esas viejas acacias estaban muriendo y quería conservar algo de ellas. Intenté fotografiarlas y no conseguía plasmar aquello que me interesaba de ellas. Pensé que los años de convivencia nunca podrían retornarme a través de una fotografía, o al menos de las fotografías que yo podía hacer. Recordé que en El sol del membrillo de Víctor Erice, Antonio López explicaba que le gustaba pintar pegado a lo que pinta, en aquel caso al membrillero. De alguna manera él pinta el tiempo y la relación pasada con el objeto pintado. Pensé que eso es lo que yo debiera hacer. No soy ni mucho menos un virtuoso del dibujo, pero me gusta y suelo dedicar mucho tiempo a mis dibujos, siempre pienso que el tiempo pasado junto al dibujo alienta lo que quiero dibujar. Hace muchos años que no lo hacía del natural, mis dibujos normalmente son propuestas imaginadas y realizadas en la mesa de mi estudio. Rescaté mi viejo caballete y lo fije muy cerca de una de las acacias sin hojas y comencé a dibujar. Con los primero brotes de la primavera, convertidos en aroma y flor, me trasladé junto a un almendro. Luego regresé junto a las acacias y dibujé el nacimiento de las primeras hojas. Hice en total seis dibujos. Yo me las daba de observador, pero la experiencia de dibujar exige una comprensión mucho más intensa de las formas, sientes como el árbol ha crecido, y la relación que con ellos mantuve es de mucha intensidad corporal. No sé, ni me importa, si son buenos o no estos dibujos, pero si estoy seguro de que son parte de mí y de este paisaje que me rodea, y que me han acercado algo más a su esencia.
(10.6.13)
Con la llegada de la primavera todo cambia. Camino por los alrededores de la casa en lo alto de la colina, construida de espaldas al río. Observo cómo comienzan a brotar las pequeñas hojas tiernas de los árboles, de belleza hiriente y surge la pregunta ¿cuáles de entre todas esas viejas ramas brotarán de nuevo esta primavera? Año a año perecen, cada vez hay menos hojas y más ramas secas. Este invierno no llovió y seguro que lo acusarán. Veo cómo el habitante de la casa en lo alto de la colina las observa, y veo la angustia que le producen. Veo cómo alza la mirada y veo cómo su cuerpo se encoge, es como si su alma adquiriera la forma de esas viejas acacias, vibrante y sombría a la vez. Yo le entiendo, pues admiro la belleza, tanto de las ramas que brotan, como de esas otras que mueren; y comprendo que la contemplación de las dos al mismo tiempo, en un mismo árbol, produce una terrible angustia. Luego veo cómo mira al suelo y veo cómo sus ojos se irritan, veo cómo se vuelven ardientes y veo cómo a duras penas surge de ellos una pequeña lágrima, oscura y silenciosa.
Busco las sombras. Regreso junto al río y me voy incrustando en la espesura de su ribera. Añoro las brumas y su cuerpo tornándose frío entre mis pechos, las fibras de mi vientre abriéndose a su mano temblorosa, y su cabeza colgando inerte, acariciando la superficie del agua.
La caducidad, la puta caducidad.
El hombre se apoya sobre el viejo tronco y junta su rostro contra él, su espalda se arquea y parecen fundirse los dos, hombre y árbol. Y así permanecen un buen rato, hasta que él apesadumbrado regresa al interior de la casa en lo alto de la colina.
(Fragmento de Primavera 2012 / 28 buitres vuelan sobre mi cabeza)