27.09.2003
La guerra más allá de la guerra (y los medios de distracción masiva)
El orden comunicativo del Estado-guerra
El régimen representativo, tan pacífico según dicen, ¿nos ha protegido acaso de las guerras? Nunca ha habido tanto exterminio como con el régimen representativo. La burguesía necesita dominar los mercados y este dominio sólo se adquiere a expensas de los otros, mediante los obuses y la metralla. Los abogados y los periodistas necesitan glorias militares; no hay peores belicistas que los guerreros de cámara.
P. Kropotkin (1885)
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En el mundo de hoy, el mismo de la llamada Sociedad de la Información, la cultura se ha convertido en una prioridad estratégica del capitalismo. Claro que la cultura desempeña una función constitutiva no sólo en el avance del sistema capitalista sino en cualquier sociedad o comunidad humana, pero aun teniendo esto en cuenta, cada día disponemos de más indicios: la cultura, entendida en un sentido amplio, no es ya un mero fenómeno de superficie sino un elemento que actúa como potente motor de la reproducción social. Desde mediados del siglo XX esta movilización cultural es inseparable de un modelo mundializado de economía de consumo, cuya hegemonía parece haberse cumplido totalmente.
Cultura, política y economía funcionan en un circuito imparable de reciprocidades, lo que no significa que en todo momento esas tres áreas de la vida social estén al mismo nivel de responsabilidad y de capacidad operativa. Si es cierto, siguiendo a Boltanski y Chiapello (2002), que el capitalismo ha pasado por una fase primera, heroica, movida principalmente por la fe en el patrimonio y el progreso (siglo XIX), una segunda etapa (siglo XX) marcada por la extensión de la producción y el consumo masivos, y estaría entrando ahora (con la transición del siglo XX al XXI) en un “nuevo espíritu” de gestión en red y escala planetaria, si es cierto este diagnóstico, insisto, entonces parece razonable interpretar cada una de esas tres fases siguiendo un desplazamiento histórico de prioridades sistémicas. En un primer momento, la fuerza innovadora del capitalismo como modo de producción económica lo impulsa a la vez que lo obliga a instalarse a escala fundamentalmente familiar y local. El cuidado del oikós, como se sabe, da origen al término economía tal y como aún en la actualidad lo entendemos. En un segundo momento, el cumplimiento en Europa y EEUU de la revolución industrial así como la madurez de los procesos colonialistas empujan al sistema capitalista hacia una planificación gigantista, a gran escala, cuyos pivotes principales serían la empresa y el estado-nación como garante y colaborador en esa nueva fase de expansión. El protagonismo del estado pasa así a primer plano, aunque sólo fuera como un modo indirecto de relanzar los vectores masivos del gran negocio. Por eso es posible pensar que esta segunda etapa tuvo como rasgo distintivo (que no exclusivo ni exclusivamente fundamental) la dimensión política del sistema. De Roosevelt a Stalin (que, desde 1929, había capitalizado abiertamente la economía soviética con la NEP), incluyendo sin duda a J. F. Kennedy, estábamos sin duda en la época de los grandes líderes políticos, un rasgo éste que, aun persistiendo, se está difuminando por la omnipresencia light de figuras presidenciales, al estilo de Blair, Aznar, Berlusconi o incluso Bush Jr., que cada vez más gente identifica con los gestos simpáticamente esclerotizados de los títeres –tienen muy poco que hacer al lado de David Beckham.
Las sucesivas crisis de legitimidad que asaltaron al capitalismo en 1929 y 1968 pusieron de manifiesto los límites de un sistema cada vez más desgastado y problemático, al tiempo que cada vez más rejuvenecido. Pero a partir de 1973, por poner una fecha meramente indicativa, los dispositivos sistémicos se enfrentan a un reto inédito. Por definición, ni el marco del estado-nación ni el de un mercado libre sustentado sobre las bases más crudas y violentas del colonialismo clásico están preparados para actuar como aparatos justificativos de la globalización. Así que el salto hacia el nuevo espíritu de un capitalismo invisible y global tenía, más que nunca, que recurrir a una fuente multipolar de recursos ilimitados: el espacio sin fronteras del deseo, del imaginario, de lo simbólico. Como ha explicado Marazzi (2002), un sistema de economía financiera mundializado articula sus referentes estratégicos tanto a través de la idea misma de mercado como de opinión pública global. Desde luego, la amabilidad del nuevo capitalismo y colonialismo cultural mantiene activos los resortes estrictamente económicos y políticos, pero estos resortes parecen haber agotado su fuerza, o al menos la fuerza que tenían en los moldes estructurales de la modernidad.
Con este gesto estratégico, que ha ido en paralelo a la agudización de nuevos y conflictivos retrocesos sociales, la cultura de tipo masivo recibe una responsabilidad que sólo puede canalizar mediante la ideología de la información, la comunicación abierta y el progreso tecnológico. Pero esa ideología no dispondría de la misma vitalidad sin el soporte macroinstitucional que le confieren los aparatos de publicidad y propaganda. La propaganda se diseña a la vez que la guerra. La nueva doctrina militar estadounidense, por ejemplo, recientemente enunciada por D. Rumsfeld, incluye entre los “seis objetivos mayores de la nueva política de defensa” la seguridad de los sistemas de información y de comunicación (De la Gorce, 2002). No podía ser de otra manera. Mientras tanto, hoy sabemos que entre los años 1950 y 2000 el gasto publicitario global creció por encima del 700%, aproximadamente un tercio por encima del nivel de crecimiento de la economía mundial, lo que indica como mínimo que algo se mueve. Y de moverse se trata, en efecto. Lo reconoce el último eslogan global de Coca-Cola: “Únete al movimiento: Si tú te mueves, esto se mueve”. Es decir: si se detiene el vértigo del consumo, todo se interrumpe (para el sistema y para el hombre-masa).
Claro que, pese a lo que pudiera parecer a primera vista, hay muchas formas y direcciones para moverse, no todas igual de peligrosas, y no todas con el mismo tipo de peligro para la misma parte de la gente. De hecho, los profesionales del marketing político y económico (si alguna vez fue válida la frontera entre ambos) saben desde el principio una cosa, cuya neutralización tiene que darles de comer: que justamente el terreno de los signos y los lenguajes es incontrolable en términos absolutos, que la cultura es materialmente dialógica (Voloshinov, 1992), que ningún mensaje tiene por principio la garantía de ser recibido y usado con la intención con que el emisor lo produce. En el cine, en el rap, en la escritura periodística o literaria… los conflictos de codificación son continuos, y no podrán dejar de serlo. Ya lo decía una frase que sigue circulando entre nosotros, atribuida nada menos que a Goebbels, el maestro fascista de la propaganda contemporánea: “Cuando oigo la palabra cultura, saco el revólver”. Sólo que ahora la cultura misma es el revólver (o al menos es una de sus piezas principales).
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Los nuevos riesgos del sistema globalitario requieren también nuevos amortiguadores. Uno de ellos, de singular relevancia, y de acuerdo con el desplazamiento hacia lo cultural que se está produciendo, tiene que ver con las trampas del lenguaje, que son sin remedio trampas del pensamiento y de la realidad (entendida como construcción simbólica y social). Merece especial atención la trampa de la comunicación, palabra que es hoy tanto un cajón de sastre como un agujero negro en los discursos públicos, oficiales o no.
En su sentido más amplio y radical, comunicación implica puesta en común, encuentro o desencuentro de posiciones y puntos de vista diferentes y hasta contrarios, que buscan los unos en el contraste con los otros la realización de un sentido compartido, por provisional y precario que éste sea. Desde este ángulo, la comunicación es constituyente de comunidad, de toda sociedad y toda cultura (Eduardo Galeano escribía que “la cultura o es comunicación o no es nada”). La noción de información no es tan extensa, sin embargo: en tanto transmisión de conocimientos y contenido de esos conocimientos, la información es un prerrequisito de la comunicación, en efecto, una especie de primer paso para la comunicación. La información es un primer paso que puede desplegarse hacia la comunicación según diferentes grados de intensidad y complejidad, pero en ningún caso exige dar el paso comunicativo (en sentido amplio) para autocumplirse con eficacia. En otras palabras: socialmente hablando, sin información no habrá comunicación, pero sí puede darse la información sin comunicación, o reduciendo ésta a su mínima expresión. La información puede entonces, vamos a decirlo así, abrirse hacia el espacio comunicativo, dialógico y hasta heterológico, o bien puede, en la práctica, replegarse en sí misma y hacer oídos sordos de toda alteridad. Cuando la información se ensimisma, se autoproduce como vínculo monológico incesante, más bien deberíamos hablar entonces de su variable más persuasiva y actual: hablaríamos en ese caso de propaganda. Así, la propaganda se daría cuando la información da la espalda a la constitución de una comunidad dialógica y abierta, y se vuelve por el contrario hacia la instrumentalización de cualquier comunidad.
¿Qué significan las audiencias, si no es un medio para el incremento del beneficio, para los intereses mercantiles de los grandes medios de comunicación? ¿Hablamos realmente de comunicación cuando hablamos de las instituciones mediáticas? El debate está abierto. Si tuviera que respondernos Teléfonica la respuesta sería afirmativa (“La comunicación y tú”: la multinacional propone y el individuo-consumidor dispone sin necesidad de los demás). Sin embargo, si atendemos a la pragmática de los grandes media, como es el caso de la televisión, todavía hoy el principal medio masivo de socialización, comprendemos que su carácter de medio de comunicación está estructuralmente supeditado a una dinámica tendencialmente monológica. De esta forma, “velados el cuerpo y la voz, desubicado en la red, impotente para hablar con la televisión, el hombre anónimo se enreda en los media, en su dominio ubicuo y visible, haciéndose él mismo invisible, irreal, fantasmagórico. Sólo así pueden sus actos de habla reducirse a intercambios estandarizados, reproducibles, de formato estable y asimilables a un medio de control codificado y neutro: el dinero” (Galán, 2002: 20).
Cuando las tecnologías comunicativas alcanzan un alto grado de interacción y descentramiento, como es el caso de los procesos de intercambio a través de la red Internet, el control se mantiene fundamentalmente a través de dispositivos de vigilancia tradicionales, en la línea del sistema Echelon o NSA Key. Sin embargo, en lo que es todavía el espacio de socialización mediática más extendido, la televisión, la estructura de la vinculación masiva tiene lugar mediante un centro emisor que distribuye de forma tendencialmente unidireccional sus mensajes, haciéndolos llegar con cada vez menos límites de tiempo y de espacio a una multitud de receptores cotidianamente alejados entre sí y con respecto a la posición de ese mismo emisor. Esto convierte a la televisión en una especie de panóptico invertido, donde el emisor no consigue ya observar sin ser observado sino que, en cambio, persigue una concentración de la atención sobre sí mismo, de forma que eso le permita mantenerse como referente compartido dentro de una estrategia relacional quizá inestable pero también, desde luego, democráticamente poderosa. Del paradigma orwelliano del “te estoy vigilando” se produciría así un desplazamiento amable hacia la estrategia seductora del “mírame” –sintomático título de un reciente, aunque ya desaparecido, programa televisivo dedicado al making off de las campañas publicitarias. Pero en ese desplazamiento se mantendría, como constante, la articulación de una estructura de vinculación ordenada en torno a un centro cuyas decisiones se alejan del espacio social que ahí se condensa. Planteado de esta forma, pues, la indiscutible innovación tecnológica supuesta por la red ha abierto las posibilidades de contraste y comunicación al precio de restaurar formas de vigilancia más seguras y previsibles.
En este sentido, es difícil defender el argumento (esgrimido por Michel Gheude en AAVV, 1996) de que la televisión reúne imperceptiblemente a inmensas multitudes, formando una comunidad donde la participación es tan real como las posibilidades que esa participación abre de transformación política. Cuando se piensa así se insiste en que la televisión nos convoca, a distancia, en virtud de una imagen y un mensaje común, pero no se explica cómo esa “reunión invisible” es ella misma posible en virtud de un canal monológico, incontestable e inoperante de cara a las relaciones entre unos receptores y otros. La escisión funcional de los roles de emisor y receptor es constitutiva de los medios masivos, pero es difícil imaginar que esa separación sea constitutiva de comunidades que vivan en condiciones mínimas de igualdad, libertad y justicia. En resumen, ¿tenemos ya asumido el desafío que, a nivel social e incluso personal, implica la comunicación? ¿Hay camino por detrás de la celebración postindustrial de la comunicación democrática y sin fronteras? ¿Es verdaderamente comunicativo el camino que esa celebración promete? Al menos en algunos espacios y colectivos antisistémicos se podría decir que sí, que el reto comunicativo se está poniendo en el centro de las nuevas tácticas de resistencia y de lucha (AAVV, 2000: 197; AAVV, 2001: 47), como cuando los monos blancos (tute bianche) declaran: “Vamos a asediar y a mediar, a informar y a atacar, a enfrentarnos y a comunicar” (Wu Ming, 2002: 124). En efecto, esos distintos movimientos críticos lo serán radicalmente mientras sean capaces de poner en su centro lo que es común, lo que los convertirá en espacios o espaciamientos excéntricos, aprenderán de la alteridad los retos pendientes de la alteración… en un mundo de centros deslumbrantes balbucearán, despacio, las señales equívocas de una nueva e inquietante política nocturna (Traful, 2002). En el frío de los sótanos huecos, los cuerpos se arriman los unos a los otros para entrar en calor.
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La comunicación es la visión de un mundo ciego, de ahí que sea irrenunciable. Y esta frase quiere leerse con el genitivo objetivo: no es que el comunicar nos ayude a ver un mundo oscuro, cosa que sabemos aun sin hablar con nadie, sino que un mundo de ceguera sólo puede entrever(se) por medio de la comunicación. Aun así, el desafío práctico y poético de la puesta-en-común lo había ya anotado Emily Dickinson: “y avancé a tientas / era más claro”. Si la industria del espectáculo generaliza cotidianamente, a gran velocidad y a gran escala, la proliferación de una mirada sin visión, del periodismo masivo puede decirse que instaura un supermecanismo, altamente accesible, de información sin comunicación. Mientras estamos mirando nos resulta más fácil creer que estamos viendo, de la misma forma que mientras nos informamos, como Teléfonica quiere, creemos que participamos en una relación comunicativa. Lo damos por hecho. Pero quizá la denuncia del Nuevo Orden Mundial tenga una tarea pendiente a la hora de subrayar, repensar y desmontar la obviedad del truco.
La producción capitalista de orden, su guerra insidiosa de todos contra todos, se basa, pues, en la adaptación de la puesta-en-común al paradigma autoritario de la propaganda masiva. Así lo formula Mar Traful: “hace tiempo que el consenso no es algo a lo que se llega, sino que viene dado de entrada. Y si viene dado de entrada es muy difícil de romper. ¿Dónde encontrar hoy palabras que hieran, que puedan ser lanzadas como flechas al cielo de la obviedad?” (2002: 5). La obviedad de la propaganda se refuerza a sí misma en la medida en que lo primero que hace es ocultar sus motivaciones: coloca un velo que parece transparente entre nosotros y una realidad opaca. En este punto, para una gran mayoría de la población, lo obvio podría llegar a ser que se está ocultando algo pero no cuál es el objeto de la ocultación. Y esto a pesar de que, en su discurso del 5 de Septiembre de 1919, entre los efectos palpables de la I Guerra Mundial, el presidente Woodrow Wilson preguntara retóricamente:
“¿Hay algún hombre o mujer –qué digo, hay siquiera un niño- que no sepa que la semilla de la guerra en el mundo moderno es la rivalidad industrial y comercial?”
De hecho, y es duro decirlo así, la propaganda funciona. Sobre todo a nivel del sistema, claro está, “el llamado complejo militar-industrial se beneficia más de la propaganda bélica que de la propia guerra para atraer inversiones estatales a sus factorías” (Giordano, 2002: 145-146). La información y el espectáculo de la guerra son negocios de primer orden. Pero después de casi un siglo de doctrina autista y recurrente, de repetición de los “principios elementales de la propaganda de guerra” (Morelli, 2002), y con más claridad todavía que en las guerras de Yugoslavia (1999) o de Afganistán (2001), es en extremo contradictorio el estatuto alcanzado por la propaganda en la invasión de Irak (2003): se ha puesto obscenamente al descubierto que su objetivo es un efecto de ocultación. Esa sospecha ha conducido a muchos a contrainformarse y a movilizarse, aunque esas reivindicaciones no hayan sido escuchadas por los guardianes de la paz mundial. Desde el punto de vista de su lógica operativa, la maquinaria de propaganda se caracteriza por cuatro rasgos. Los dos primeros tienen que ver respectivamente con la posición de enunciación y con la tecnología de difusión. Los dos segundos funcionan más bien como efectos o vehículos pragmáticos de los anteriores. Dicho con pocas palabras:
- El sujeto de la enunciación absolutiza su propia posición, la presenta como representativa de un todo presuntamente seguro, homogéneo, para lo que necesita introducir sin cesar elementos de redundancia. Este emisor sabe que el todo al que representa es un conjunto precario y quizá imposible de intereses, de manera que la homogeneidad de su discurso sólo es viable recurriendo a todas las variantes de la mentira y la intoxicación informativa. Fairness and Accuracy in Reporting, por ejemplo, ha registrado puntualmente cómo grandes cadenas y medios (ABC, NBC, AP, Los Angeles Times…) informaron en 1998 sobre cómo la ONU pidió a sus inspectores que abandonaran Irak, mientras que en 2002 informaron esos mismos medios que en 1998 el régimen de Bagdad había expulsado a los inspectores. Falsificaciones similares han quedado recogidas en detalle por el Equipo Nizkor y otros (http://www.derechos.org/nizkor/irak). El caso da testimonio de los avances indudables de la Oficina de Influencia Estratégica, la “sala de guerra” creada por el Departamento de Estado estadounidense inmediatamente después del 11-S con la misión de “cambiar los corazones y las mentes de la opinión pública internacional” (La Vanguardia 21/2/02). La mentira se convierte entonces no ya en un recurso accesorio y periférico sino en toda una fuerza productiva. La denuncia bienintencionada de las mentiras mediáticas parece no dañar a los responsables decisivos de los medios, como si a éstos, en última instancia, les importara menos si una noticia es verdadera o falsa que el hecho de que esa noticia (y el mundo que prefigura como discurso) sea incontestable en la práctica. La pregunta que roza el cinismo, y que late en el corazón del sistema audiovisual global, parece estar diciendo provocativamente: “Sí, es mentira. ¿Y qué?”.
- En este gesto totalizante, en suma, el discurso propagandístico revela el mejor síntoma de su vocación totalitaria. Para la difusión de dicho discurso prestan sus servicios los mass media, cuya estructura monológica permite que el significado de los mensajes se construya en condiciones sociales de aislamiento y separación (de unos receptores con respecto a otros, y de los receptores con respecto al escenario de la noticia). La subjetividad tendería, no de modo mecánico pero sí en una inercia difícil de contrarrestar, a la producción de ensimismamiento (al tiempo que la máquina masiva tendería a la producción de subjetividad en el sentido de sujeción). La indiferencia es entonces más una condición estructural de la práctica que una opción ética o subjetiva. Como indicaba Bauman, la televisión nos separa mejor de la miseria del mundo que los hoteles de turistas.
- Si el discurso propagandístico debe reproducirse monológica y totalmente, y si debe hacerlo infiltrándose en una vida social heterogénea y en conflicto, la censura, incluso la censura por exceso sobreinformativo, aparece entonces como mecanismo imprescindible: ella permite al mensaje adecuarse a los parámetros del punto de vista único y omnipresente. Sin censura, la propaganda carecería de su resorte más preciado.
- Pero si la censura activa un filtro de tipo cuantitativo (esta noticia sí, esta noticia no) es evidente que un sistema informativo complejo, instantáneo y global necesita un filtro que cumpla además funciones de tipo cualitativo, de codificación de lo real de acuerdo con un patrón estandarizable y a la vez con la suficiente capacidad de impacto como para hacer mella en el imaginario colectivo. Impacto y sencillez se combinan en el esquematismo discursivo, que consigue manejar oposiciones arquetípicas, de reconocimiento inmediato, (el Bien y el Mal, Occidente y Oriente, la Libertad y el Terror…) al tiempo que favorece el efecto espectacular de ese discurso. El código del espectáculo, por su parte, favorece el esquematismo al compensar con impacto fugaz y morboso la ausencia de complejidad y de reflexión. No es extraño que se haya hablado, como ha hecho Francisco Sierra, de las intituciones mediáticas como “medios de distracción masiva”. Pero esta distracción ejecuta a la vez, con la otra mano, órdenes que proceden de los gobiernos y del alto mando. Esto sucede, en suma, en la medida en que “la guerra del futuro es, en lo esencial, una guerra informativa, una guerra electrónica de control, procesamiento y difusión de información, en la cual la informática, los medios digitales y las formas de guerra psicológica basadas en el manejo de la información y la propaganda juegan un papel primordial” (Sierra, 2002: 24). Es la guerra más allá (o más acá) de la guerra. El sistema de la propaganda masiva masajea el cuerpo social desplegando los recursos, a menudo imperceptibles por exceso de obviedad, que han de cumplir la misión imprescindible de la “guerra civil preventiva” (Debord, 1999: 86). Y así se relanza el proyecto de movilización totalitaria que tan bien resume el “Manual del Colaborador” del conocido parque temático Port Aventura (Universal Studios, 2001: pág. 3): “TODOS FORMAMOS PARTE DEL ESPECTÁCULO”.
4
Tal vez estemos en una coyuntura histórica en la que, a pesar nuestro, todo lo que digamos sobre la propaganda es poco. Su voracidad parece insaciable. Y es raro un viento que soplara a favor. La información prolifera y atraviesa con rapidez los recovecos de una opinión pública que está en manos privadas, al tiempo que esa opinión pública se (re)produce mediante tecnologías monológicas y códigos con un fin propagandístico. La producción de orden se asimila así a la producción de miedo.
En los estudios sobre comunicación, la propaganda arrastra todavía el lastre de ser concebida como un género de discurso, directamente emparentado con el discurso informativo. Ya en este punto, si la información masiva se ajusta estructuralmente a un modelo de propaganda, salta a la vista la pregunta sobre cuál es la diferencia concreta entre información y propaganda. En la rutina diaria, esa frontera no es lo clara que debería. La vocación de ocultación que define la propaganda la convierte precisamente en una línea de fuerza invisible, que continuamente desborda los canales que le confiere el canon tradicional: los canales y espacios de la información movilizadora en época de guerra o de campaña electoral. La propaganda desborda así sus propios límites a la vez que la guerra desborda los suyos para superarse a sí misma en un Estado-guerra imperfecto y voraz. Quisiera plantearlo con un sencillo ejemplo reciente. Se trata de un esquema de secuencia en cuatro pasos:
- Durante la primera semana de febrero La Primera de TVE difundía la noticia de la compra, por parte del gobierno español, de dos millones de vacunas contra la viruela.
- Al final de esa misma semana, dentro del espacio para todos los públicos “Sesión de Tarde”, esa misma cadena emite una desconocida TV movie: Anthrax (2001), cuyo guión escenifica la amenaza que para la apacible población estadounidense representa el terrorismo islámico, cuyo único propósito es “destruir nuestro modo de vida”. La película demoniza la figura del árabe componiendo un thriller convencional cuyo protagonista y destinatario ideal acaba siendo la juventud: en ella está el futuro de nuestra sociedad.
- El martes siguiente, La Primera inaugura un “Especial Informativo” en serie, en la franja nocturna de prime time, cuya primera entrega será el documental titulado Bioterror: amenaza biológica. El programa declara abiertamente que “todos estamos en peligro” por la utilización terrorista del aire como arma de destrucción masiva.
- Tres semanas después, ese mismo espacio de programación televisiva reemplaza el especial informativo por la segunda parte (de la segunda edición) de Operación Triunfo, cuyos vencedores se entrenan ahora para competir por representar al estado español en el festival Eurovisión de la canción (Destino Eurovisión). Con este gesto insignificante, TVE desplaza al martes un clásico indiscutible de los lunes, con el objetivo declarado de recuperar el terreno perdido en el mismo programa de la temporada anterior, cuando ni los pósters de Rosa (de España) sobre los tanques del ejército español en Bosnia consiguieron evitar la catástrofe de la derrota festivalera. Estamos ya en marzo del año 2003, la guerra está preparada para comenzar.
Desde un punto de vista ingenuamente convencional, en ninguno de estos cuatro espacios podríamos situar la categoría estricta de propaganda. El primero es una noticia objetiva y de actualidad, como el tercero amplía esa noticia con reportajes y declaraciones de expertos en la materia. 2 es un espacio de ficción y entretenimiento familiar. Y 4 es un espacio musical inofensivo, a medio camino entre el concierto pop televisado, el concurso juvenil y el magazine para fans de los nuevos ídolos del momento. Sin embargo, como espero que pueda apreciarse, los cuatro momentos se resisten a estar aislados cuando se los observa en perspectiva –una perspectiva que podría ponerse fácilmente en conexión con ejemplos de otros soportes y otras cadenas (la vigilancia y presión sobre periodistas en Tele5, la redundancia combativa de los telediarios en Antena 3, la parcialidad irreprochable de CNN+ o el clamor envalentonado de Canal 9, la única televisión del mundo, junto con la Fox, que tituló sus especiales sobre Irak “Libertad iraquí”, es decir, el mismo rótulo elegido para la ocasión por las propias fuerzas armadas del Pentágono). Patriotismo a ultranza, demonización del Otro, lucha por la hegemonía… son todos ellos componentes de un entramado de valores que definen un panorama (televisivo en este caso) que, sin embargo, en ningún momento reconocería haber estado haciendo propaganda en ningún sentido. Curiosamente, en plena expansión de esta secuencia comunicativa, un alto cargo del gobierno español reconocía en un importante periódico (El País 16/02/03) que la televisión estaba dispuesta a “utilizar todos los medios a nuestro alcance para cambiar esa opinión pública” contraria a la guerra contra Irak: “queremos que cumpla su función sin complejos”. Es ésta una frase excesiva, que dice más de lo que debería, y que se entiende sólo en un contexto crítico y hasta de relativa euforia oficial ante una guerra que en principio se preveía escasamente conflictiva.
¿Quiere esto decir que la televisión, no sólo pública, habría funcionado como un dispositivo propagandístico de grandes dimensiones? En un primer momento, la respuesta es seguramente afirmativa. En cuanto a la expresión “de grandes dimensiones”, en primer lugar, puede ser útil no reproducir el alarmismo paralizante que la propia propaganda ha convertido en su bandera. Ahora bien, una vez tomada esta precaución, deberíamos seguir pensando la hipótesis de que, en una estructura comunicativa de tipo masivo, cuya dinámica tiende incluso tecnológicamente a la producción de propaganda, los contenidos audiovisuales encuentran un terreno abonado para reafirmar un proyecto de movilización que iría más allá de la mera información tendenciosa en tiempo de guerra, y que podría estar calando en momentos aparentemente dispares del espectáculo mediático. Si mantenemos por un instante esta hipótesis crítica, entonces la propaganda podría activarse no sólo en la información general, como ya venían señalando Chomsky y Herman (1992), sino también en los géneros más inocentes de la cultura masiva. ¿Por qué, de hecho, un pedagogo como Henry Giroux llega a titular su monográfico sobre la factoría Disney El ratoncito feroz: Disney o el fin de la inocencia (2001)? Deliberadamente o no, ¿qué representación de la vida social proponían las dos entregas de El rey león? ¿tiene una película de éxito mundial como ésta alguna relación con el espíritu de la guerra? ¿qué podríamos decir entonces de Mulan? Y al margen de la fantasía Disney, ¿prepara Anastasia (Fox) para el sueño anticomunista? ¿qué significa el exterminio santo en la historia vengativa que pone en escena El príncipe de Egipto (Dreamworks)? ¿hay algún tipo de fundamentalismo en la célebre canción de Ricky Martin “La copa de la vida” (“como Caín y Abel / es una lucha cruel”)? Y así sucesivamente.
Hay una frase de G. Debord, a propósito de “lo espectacular integrado” (1999: 72), que reverbera en silencio cuando se piensa en esto: “El secreto domina este mundo, y ante todo como secreto de la dominación”. Y desde luego, tanto el secreto generalizado como la falsedad sin respuesta contribuyen sin descanso a la neutralización de la opinión pública, de toda comunidad crítica y creativa, por medio de una extensión sin precedentes de los mecanismos fascistas de la propaganda postmoderna. Su secreto, hoy también más que nunca, es ya un secreto a veces: en su origen ha antepuesto al deseo del querer-vivir la voluntad diurna del poder-matar.
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La crisis de legitimidad que hoy afecta al régimen capitalista nos pide la apertura hacia “una politización de la existencia” (López Petit, 2003) y ésta, a su vez, nos pide un gesto de resistencia comunicativa y de descentramiento, de extravío. La obsesión comunicativa de la nueva gestión social en redes puede jugarle a ese mismo sistema una mala pasada. El pulso antisistémico pone en marcha series de tácticas (des)articulatorias, que contrastan con la estrategia empresarial porque ésta no puede ser horizontalmente inclusiva sin reforzar a la vez el poder jerárquico y la posición del líder. Este contraste puede explicarse, por ejemplo, como un contraste entre la hegemonía masiva y una cultura popular entendida como táctica incisiva de (des)aparición (Méndez Rubio, 2003).
La pregunta de urgencia sigue ahí: ¿cómo, en fin, encauzar una crítica anticapitalista y antiestatalista? Dar una respuesta firme sería quizá demasiado arrogante. Pero eso no significa que no haya nada por decir ni hacer. Si alguien creyera en una especie de revolución invisible podría hacerlo, despacio, como aquélla que sólo puede ser entre-vista, es decir, vista en el entre, en el (des)pliegue donde el espacio se abre al juego peligroso del espaciamiento, del hacer sitio como pulso imposible (en un mundo cerrado). Puede ser que la subversión popular no le haga frente a la potencia ciega de lo masivo. Ese enfrentamiento obligaría quizá a asumir como inevitable la lógica de la visibilidad y de la guerra. Por otro lado, parece tan ingenuo como pensar que es suficiente con apagar la televisión. Para el momento del apagón habremos de haber aprendido a mirar y a ver el mundo de otra manera. Por ahora, es ambiguo el momento en que hemos de decidir si la luz atraviesa los cuerpos o si son nuestros cuerpos los que atraviesan la luz. Hay espectros que aún se lo preguntan. Y J. Verne tampoco lo sabía a ciencia cierta cuando, de boca de uno de sus personajes, escribe: “es en el dominio de la realidad donde se mueve la policía. Es en el cuello de la gente de carne y hueso sonde ella pone su grillete. No tiene la costumbre de detener espectros o fantasmas”.