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03.09.2013

Iberismo confeso.
Del Iberismo como acto de disenso frente al modelo hegemónico de Estado-Nación liberal y capitalista en Catalunya y en España.

Lo confieso, soy iberista.

Es algo medianamente sabido, entre mis propios y no pocos extraños. Ante este pronunciamiento, vertido y desarrollado por el que firma estas líneas en conferencias, tertulias o conversaciones en los últimos años, la reacción ha balanceado siempre bajo un idéntico movimiento, desde la extrañeza al escepticismo, pasando por la mofa.

Curiosamente, esta reacción se antojaría como un dispositivo de desvelamiento de la presumible existencia de un plácido lugar de encuentro común no solo entre los actores reproductores del paradigma discursivo dominante en lo político, sino de éstos con los ángeles custodios de los «contra-relatos» de consenso en boga, como aquél que llama ahora a sumarse de manera entregada a la denuncia de las renuncias de la (Cultura de la) Transición.

Nada excepcional. Ya lo decía Brassens: «a la gente no le gusta que uno tenga su propia fé».

Pues bien, precisamente, el iberismo es uno de esos cuerpos teóricos –al igual que nuestra longeva y profunda tradición libertaria– exterminados de raíz de nuestro imaginario colectivo por causa y efecto de la larga noche del franquismo y esa misma CT, de la que algunos comparten iluminado testimonio pero a la que, paradójicamente, sin caer en la cuenta de ello, se prestan felices a seguir alimentando.

Y así, la enunciación del iberismo como postulado es, a día de hoy, un acto de disenso, un espacio situado en los márgenes externos de lo pensable y de lo decible, una disfunción del pensamiento político que, sin embargo, habla a las claras como nada de la más triste de las Historias, la nuestra, porque termina mal.

El iberismo es la historia de un fracaso y de una derrota. Uno más de entre los fracasos y las derrotas que han venido configurando el sino de los eternos perdedores de nuestro relato social y político, uno más de entre los fracasos y derrotas que han venido atando y bien atando la desactivación del Gran Mediodía de nuestros posibles colectivos. Porque el iberismo como ideario cultural, primero, y político, después, no es la anécdota histórica que mayormente todo el mundo interpreta hoy, un accidente menor en nuestro pasado común.

Antes al contrario. El iberismo es una clave de bóveda fundamental para entender los planteamientos y la trama de los sectores sociales, culturales y políticos progresistas en nuestro país en los últimos doscientos años. Presidentes de las primeras Repúblicas, española o portuguesa, como Pi i Margall y Braga. Fundadores de los llamados nacionalismos periféricos como Prat de la Riba, Arana, Blas Infante o Castelao. Literatos como Pessoa, Maragall o Unamuno. Movimientos políticos como el republicanismo, el federalismo, el socialismo utópico, el anarquismo, el cantonalismo o el municipalismo. Todos ellos compartieron y defendieron el iberismo como horizonte político. Todos ellos, y con ellos extensos sectores sociales a uno y otro lado del Tajo, confiaron en el iberismo la promesa de un mañana colectivo mejor.

¿Cómo entender, si no, que la misma bandera portuguesa asumiese los colores del Partido Republicano de explícita tendencia iberista? ¿Cómo entender que el president Macià proclamase la República Catalana en el marco de una Federación de Repúblicas Ibéricas, detalle este último que el soberanismo catalán contemporáneo se obstina en obviar? ¿Cómo entender, también, el olvido de que el propio poeta Maragall, ante la inminente edición de su poemario, quisiera dejar constancia de que tras su Adéu, Espanya escribió el «Himne Ibèric»? ¿Cómo entender, si no, lo que nos desvela el acrónimo de la FAI? ¿Cómo entender ese cartel de ERC que, en plena guerra civil, muestra un belicoso presidente Companys bajo la sentencia «Madrid resistid, Cataluña os quiere»? La respuesta tiene un nombre: iberismo. Nada más lejos de algo que pueda ser calificado de breve anomalía histórica.

Sin embargo, tal y como se deduce de esta exposición, el iberismo, como apuesta para la superación del contencioso territorial hispánico, no es uno sino que admite diferentes planteamientos, no solo divergentes sino antónimos. Una primera mirada a su significado nos llevará, indefectiblemente, a entender el iberismo como ese movimiento que apuesta por el estrechamiento de los lazos culturales entre España y Portugal y, en última instancia, por la unión política de ambos Estados. Una línea genealógica en el marco del iberismo nacida del fragor de los nacionalismos estatalistas europeos del siglo xix, de la cual, por ejemplo, se erigió como especial embajador el Premio Nobel José Saramago.

Pero ello no oculta la existencia de otras genealogías políticas en el contexto del iberismo. Efectivamente, tal y como analiza brillantemente Víctor Martínez-Gil en El naixement de l’iberisme catalanista, desde finales del siglo xix y principios del siglo xx, el iberismo, un fenómeno cultural de corte eminentemente burgués y liberal, contrapone al modelo emergente de Estado-Nación el concepto de Nación de Naciones y cataliza, desde las diversas comunidades culturales periféricas en la península, las voluntades de neutralización de la vocación centralizadora del nacionalismo español.

No obstante, más allá de la apuesta por una unión de dos Estados pre-existentes o por una nueva federación de naciones históricas, el iberismo encontrará, igualmente, eco en las insurrecciones anarquistas, cantonalistas o municipalistas del momento. Un iberismo que entenderá la geografía de nuestra piel de toro como una cooperativa extendida y horizontal de comunidades autogobernadas y libres, vertebrada desde ese pacto proudhoniano de municipios y cantones que defendió Pi i Margall.

Y es en la tradición de esta genealogía alrededor de la cual gravitaría, principalmente, mi iberismo. Un iberismo que, traído a colación de nuestra actual contencioso territorial, negaría la mayor, de entrada, a este debate dicotomizado bajo la exigencia de tener que elegir entre la pertenencia a un Estado-Nación u otro, a Catalunya o a España, insertados ambos en una misma lógica de inserción en una Europa de los Estados al servicio de esa criminal oligarquía financiera del capitalismo globalizado.

Un iberismo que negaría la mayor, igualmente, a la exigencia de que nuestros márgenes de supervivencia y empoderamiento emanan, necesariamente, de las macro-estructuras político-económicas dominantes, de arriba a abajo, sino, primero, sobre el plano de los procesos socializadores de base (la calle, el barrio, la ciudad) y sus políticas prefigurativas, luego, en la atención y preservación de las comunidades culturales, entendidas como cuerpos vivos y multitudinales, y, en última instancia, en el marco de una entidad articuladora de su voluntad de vertebración común en el respeto a sus diferencias.

Remitirse a una entidad supra-articuladora hablaría, en este caso, de una Confederación Ibérica de Naciones Libres Asociadas. Una confederación de base social y cooperativista. Pero, también, una confederación restauradora de las comunidades culturales históricas que el Estado de las Autonomías, surgido de esa Cultura de la Transición a la que nos referíamos, desdibujó de manera absurda hasta hacerlas irreconocibles (la ancha Castilla comunera, los Països Catalans, Euskal herria, la nación andaluza, Aragón, la federación galaico-portuguesa y los Países Asturleoneses). Una confederación, por extensión, no beligerante con el patrimonio cultural común que representan el conjunto de las lenguas minoritarias de la península (como el asturiano, el mirandés, el aragonés o el leonés).

En este sentido, el iberismo se manifiesta como un ideario disruptivo, un imaginario desde el que romper ese nudo gordiano de que la defensa y preservación de las comunidades culturales peninsulares es competencia exclusiva de la visión burguesa, disgregadora e identitaria de unos nacionalismos liberales, centrales o periféricos, escenográficamente enfrentados. A mi parecer, el iberismo representaría ese cuerpo político que ambos, en base a sus intereses partidistas, desearían que siguiese enterrado en la cuneta de nuestro camino.

El iberismo es hoy, ciertamente, un ejercicio de recuperación de nuestra maltrecha memoria histórica y una restitución de nuestra pulsión más irreductible y utópica. Pero el iberismo es, también, una historia de amor, una proclama del valor de la fraternidad, de la cooperación y de lo común en la celebración de nuestras singularidades individuales y colectivas. Y, en estos momentos, un acto de disenso frente al marco hegemónico del modelo de Estado-Nación liberal y capitalista, un modelo enemigo de los cuerpos multitudinales, de la diversidad y de la vida.