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03.09.2013

El lloc dels límits

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Tras todos estos años de crisis hemos aprendido mucho, muchísimo. Hemos tenido que leer mucho para comprender qué tiene que ver el hundimiento de Lehman Brothers con que haya que pagar un euro más por las aspirinas. Qué tienen que ver los hedge funds con que te sorprendas pensando cómo pedir un crédito para poder estudiar en una universidad supuestamente pública o por qué una agencia de calificación estadounidense cambia una A por una B y tu mejor amigo tiene que hacer las maletas. Hemos tenido que hacer un máster acelerado de economía internacional para intentar entender qué vínculo hay entre la subida o bajada de la prima de riesgo y que tu hermano mayor te llame llorando porque ha perdido el trabajo, o qué implica directamente a la troika con que tu padre sufra por si le quitan la pensión y que a tu madre le retrasen la operación de la rodilla.

Y tras tantos años de lectura, hemos aprendido también que la pregunta políticamente interesante ya no es «quiénes nos han hecho esto» (¿el 1%? ¿«Los ricos»? ¿«Los de siempre»?), sino más bien cómo nos hemos vuelto tan vulnerables a un complejo entramado de esferas que provoca que nuestras vidas estén a expensas de las decisiones tomadas por unos pocos a los cuales no nos une absolutamente nada. Cuando un ejecutivo de Wall Street, con un clic en un ordenador, pierde unos cuantos millones de dólares porque calibró mal una inversión, nada, absolutamente nada le vincula (ni pone ante sus ojos) a los cientos de personas que, en consecuencia y de modo diferido, van a perder sus ahorros o su trabajo en distintas partes del mundo. No son nuestros representantes políticos, ni nuestros jefes, ni siquiera los gerentes de la multinacional que absorbió en su momento a nuestra empresa. No nos une nada a ellos y nada les une a nosotros. Más bien nos separan redes de relaciones que difieren una y otra vez los efectos de esas acciones, de modo que acaban invisibilizando cualquier tipo de responsabilidad. Eso sí, hemos aprendido, tras muchas lecturas, que esas relaciones que nos convierten en vulnerables e indefensos se han ido tejiendo, sorteando los límites de los estados y de las naciones, en ese proceso que hemos llamado globalización.

Así pues, tenéis razón: un mundo global es ingobernable. Todo lo que podemos decir de él es tan abstracto, suena tan lejos, parece tan intocable, que nos sume en la impotencia. No puede ser que decisiones tomadas a miles de kilómetros de aquí tengan un efecto tan fuerte en nuestras vidas sin que haya ningún modo material de poner límites, reaccionar o desactivar ese efecto. Es necesario pensar la política de otro modo y, para ello, es inevitable poner en el centro la pregunta de cómo limitar el rango de afección de esas decisiones. ¿A cuántos seres humanos puede afectar la acción (política, económica) de una sola persona sin que los daños que genere tengan ninguna consecuencia? ¿Cómo pueden los afectados modificar esa decisión y responsabilizar a quien la tomó? Para poder cortocircuitar esos efectos de largo alcance que se han tejido con el modelo de globalización político-económica, quizás un primer gesto necesario sea plantear la cuestión del límite. Porque esa mirada global que parece explicarnos el porqué de lo que sucede a nuestro alrededor está totalmente desconectada de la posibilidad de hacer algo que incida significativamente en esa red global de relaciones. Así pues, justo un minuto después de comprender por fin qué es lo que ha sucedido y por qué, nos inunda una profunda sensación de impotencia. Nos sentimos impotentes ante esta crisis que se alarga año tras año sin que vislumbremos ningún horizonte distinto. Nos sentimos impotentes ante unas políticas que se han blindado a responder a aquellos a quienes se deben; que ningunean fácticamente cualquier iniciativa proactiva de la población para poner soluciones sobre la mesa. Unas políticas que se han vuelto opacas y, sus malas gestiones, impunes; políticas que, sin temblor de manos, apuestan por negociar con las únicas cosas a las que nos habíamos negado a poner un precio: la salud y la educación de todos. Tras tantos años de salir una y otra vez a la calle sin que parezca tener un impacto en las realidades que vivimos, de sentir que no hay modo de cambiar ni una coma a través de nuestros parlamentos electos, es momento de intentar otra cosa.

Tenéis razón cuando, ante todo eso, planteáis como algo necesario establecer algún tipo de límite: delimitar un territorio es una manera de recuperar el control sobre esas prácticas. Es necesario tensar a corto, movernos en un imaginario de proximidad en que las líneas que trazan la realidad que nos configura sean visibles. La política tiene que tejerse sobre redes visibles, sobre entramados que puedan recorrerse de modo que podamos intervenir en cualquier punto en caso de malas praxis. Es necesario poner cortafuegos de algún tipo a esas redes que impunemente, y a la velocidad de la luz, hacen subir o bajar las divisas de una a otra punta del planeta, y en consecuencia el precio del pan a la mañana siguiente.

Si la política es la capacidad de intervenir sobre la realidad que habitamos, en el momento en que se produce una desvinculación entre esa realidad y nuestra capacidad de incidir sobre ella, la crisis política está abierta. La impotencia que nos atraviesa proviene de la incapacidad de conectar de modo que pueda generar algún efecto transformador lo que sabemos con lo que podemos.

Ante ese imaginario de un mundo global sustentado por relaciones que nos vinculan los unos a los otros a tan a larga distancia que acaba siendo imposible seguir una secuencia de causas y efectos entre una acción y sus consecuencias, parece que una de las opciones plausibles sería recortar de algún modo esas distancias. Y, como es habitual, cuando hemos buscado cuál podría ser el modo de recortar de nuevo esa trama global, hemos echado mano del imaginario que teníamos históricamente disponible. La nación es, sin duda, un modo de trazar una línea que demarca territorios heterogéneos de manera más o menos clara. Sin embargo, si nos preguntamos cuáles fueron las condiciones de su emergencia, vemos que su reactivación a través de los últimos siglos acompaña de modo recurrente una estrategia similar. Ese imaginario fue también un modo de recortar un espacio, de manera que pudiera volverse gobernable, en contra de las potencialmente infinitas extensiones de unos modelos de soberanía heredados del medioevo. En aquel momento, la configuración de los imaginarios nacionales emergió como un nuevo modo de recortar el espacio. El territorio dejaba de ser una mera extensión de los soberanos para configurarse como un territorio que podía demarcar sus propios límites en base a otros criterios. Las lenguas, las culturas, las tradiciones compartidas, organizaban unos territorios delimitados, dotándolos con un criterio identitario que vinculaba esas tradiciones a una comunidad, legitimándola políticamente. Ese nuevo imaginario permitió combatir aquellos modos de soberanía basados en las herencias, las estirpes o las leyes divinas. La noción de nación permitía marcar unos límites sobre los que reivindicar una autoorganización política. Los estados pasarían a ser un modo de reajustar esas comunidades que se presentaban ahora como históricas y su capacidad de autogestión territorial. En el momento en que aparece ese otro modo de recortar la realidad, la lucha política es clara: las naciones se convierten en estados y se inicia un desplazamiento en todo el entramado que, durante siglos, había tejido la vida política y comunitaria.

Sin embargo, si algo nos enseña la historia es que el carácter potencialmente transformador del pasado es el modo en que vuelve como potencia, nunca como repetición. Ante un mundo que se nos ha vuelto inhabitable quizás necesitemos encontrar un imaginario distinto que nos permita habitarlo de nuevo, como ya sucedió hace siglos. ¿No nos estamos precipitando al tomar prestado ese concepto de nación de otro siglo sin pensarlo un minuto siquiera? ¿No será que, ciertamente, nos parece que recortar o limitar de algún modo esas relaciones globales ingobernables pudiera ser una buena estrategia y hemos tomado prestado ese concepto porque nos permite llevar a cabo esa operación? Aquello que convierte nuestro mundo en inhabitable nada tiene que ver con una soberanía jerárquica y localizada sino más bien con esos relevos que traman y entrelazan esferas distintas. Colocando nuestra mirada en ese mundo global que se ha tejido sorteando los límites impuestos por los estados-nación, ¿cómo reivindicarlo puede configurar hoy y aquí un cierre territorial que ponga límites a todas esas prácticas que están afectando nuestras vidas y generándonos esa sensación de indefensión?

Tras todo lo que hemos leído en estos últimos años, todo parece indicar que no es un concepto como el de nación el que nos vaya a permitir poner freno a eso. El clic de cualquier agente de bolsa de Wall Street va a seguir desahuciándonos de nuestras vidas, sin que podamos establecer ningún mecanismo que ponga en tensión su clic con ese desahucio territorial. Así pues, aceptando la mayor de que quizás haya que poner límites a ese escenario que se nos ha vuelto inmanejable, ¿no sería más bien momento de mantener esa pregunta abierta antes de cerrarla precipitadamente con unos criterios prestados, que poco podrán cambiar nuestra situación aquí y ahora? Si lo que queremos es devolvernos la capacidad política de intervenir sobre nuestras vidas, reapropiarnos de la capacidad de intervenir sobre nuestra realidad, y para ello convenimos que debemos limitar de algún modo el espacio de acción y afección política, ¿no sería momento de preguntarnos cómo establecer esos límites, con qué criterios o quién puede participar en ese proceso y quién no?

Colocados en esta perspectiva, puede que las preguntas que aparecen se desplacen respecto a un automatismo de respuesta que nos precipita hacia conceptos que quizás hoy no sean de gran ayuda. Las prácticas que queremos confrontar hablan todas las lenguas y habitan el mundo entero; aquellos con quienes pensar de otro modo esos espacios de gobierno están pues, como nosotros, en todas partes. ¿Cómo independizarnos de esa impotencia que atraviesa nuestras vidas sin independizarnos también de aquellos con quienes combatirla? ¿De qué y cómo independizarnos entonces? ¿Hasta dónde vamos a ser capaces de llevar esa pregunta? Pero, sobre todo, ¿con quién?

Tenéis razón, hay que poner en el centro la impotencia que sentimos ante ese mundo que se ha vuelto ingobernable, ante esas redes de impunidad que cada día sumen en la miseria a más personas (y de más maneras). Es necesario independizarnos de la indefensión y la vulnerabilidad ante esas decisiones que cruzan de un lado a otro del planeta llevándose miles de vidas por delante, independizarnos de la indiferencia con la que habitamos este mundo común, recluidos como hemos estado hasta ahora en nuestros mundos privados. Debemos independizarnos de la indefensión y de la vulnerabilidad con que nuestras vidas son gobernadas y de la dificultad para sostenernos en ellas. Pero independizarnos de esta impotencia política pasa necesariamente por no clausurar de manera precipitada todas esas preguntas que conciernen a este aquí y ahora por la angustia que sentimos al no saber darles respuesta. Mantener esas preguntas abiertas es el modo de que podamos atravesar la impotencia generando un nuevo espacio político, en lugar de vernos confrontados a la repetición de un pasado cuyo presente ha desaparecido con la globalización.

(*) Mi abuela, una de ellas, nació en Gabasa, una aldea de tres calles. Está muy cerca de Almacelles, de donde es otra parte de la familia, pero al otro lado de una línea. Qué cosas, estas líneas: cuanto más cerca de ellas vives, menos las ves. Mi abuela, que ya no está, hablaba chapu y ella no la veía esa línea.

Los señores (y alguna señora) que dibujan y gestionan líneas dicen que mi abuela no hablaba chapu, sino otra cosa. Con mi abuela, que ya no está, aprendí –como he aprendido con otros– qué es un lugar. Cómo os lo diría… Un lugar es algo complejo que tiene un centro de gravedad. A su alrededor gravitan experiencias, palabras, sentidos, maneras de hacer, de decir y de hablar, de pensar, conflictos y antagonismos… y también hay un espacio físico donde emergen y se pierden espacios construidos y vividos. Ahora bien, no penséis en encontrar una esencia en ese centro de gravedad. El centro de gravedad de un lugar está, más bien, vacío. Quizás sea, si queréis verlo así, el núcleo de un campo de fuerzas que no es eterno.

Los señores que trazan líneas no saben de lugares, cuando hacen su trabajo. Ellos gestionan el territorio. Ordenación del territorio, le llaman. El territorio, me temo, es el soporte de una empresa. Sí, hoy los habitantes del territorio, ciudadanos, vivimos en una empresa. Y se nos llena la boca llamándonos emprendedores.

¿Quién debió ser el primero en descubrirnos el emprendedor que todos llevamos dentro? En fin… El territorio gestionado –atravesado por líneas de distintos colores y grosores, algunas más cambiantes que otras– no parece un lugar dispuesto para que quienes lo habitan hagan experiencias. Hacer experiencias en sentido fuerte, quiero decir: eso que te expone en una tierra de nadie fuera de identidades y escenarios predeterminados, donde hay otros y donde no hay garantía de que no puedas sufrir una fuerte transformación. En el territorio gestionado hay cosas que hacer, pautas, algunas garantías, derechos, normas, más cosas que hacer, esquemas, automatismos, discursos y opiniones, tránsito, ordenanzas cívicas, señales y códigos, más cosas que hacer… Y mucho más. Pero no hay un centro de gravedad como aquel que tienen los lugares. El territorio es plano, es un plano. Más que de gravidez deberíamos hablar de densidades, de nudos densos y líneas, aquellas que pueden ser de colores y grosores diversos.

Por eso, quienes habitamos el territorio hacemos y vivimos lo que podemos. Y opinamos. Por ejemplo, cambiar una línea de color y grosor, eso se puede decir y podemos opinar sobre ello. Y se puede hacer. Hay expertos en líneas que nos pueden convencer de que aquella línea debería cambiar de color y grosor. Así mejoraríamos la gestión del territorio. De la empresa. ¡Dónde va a parar! A veces los expertos son expertos por pesados… No, pesados no. Densos. Nosotros les hemos autorizado a ser densos. Hay una tal densidad en los discursos y parlamentos de los expertos, que no queda una brecha para pensar. Solo decir y hacer. Mejorar la gestión, ¡dónde va a parar! Me gustaría pensar que por un momento podemos dejar de hacer lo que tenemos que hacer y de decir lo que podemos opinar. Me gustaría pensar que puedo deshabitar el plano atravesado por líneas que no me deja pensar. Me gustaría pensar que puedo dejar de transitar una ingravidez de densidades variables. Me gustaría ponerme en un lugar. Hacer lugar en tierra de nadie a pesar de la falta de garantías. A pesar de que, de entrada, no sepamos quién es el enemigo y quién el aliado o cómplice. Quiénes pensaremos, diremos, haremos y habitaremos una ingravidez.

Me gustaría pensar que… Me gustaría pensar.