08.03.2011
Docencia e investigación en la «sociedad del conocimiento»
Una aproximación crítica
La idea moderna de educación estaba constituida por un campo de fuerzas en el que intervenían las relaciones sociales, las relaciones con la naturaleza y las relaciones de los individuos con su propia dimensión natural. El logro de la formación de los sujetos aparecía vinculado a la formación de una sociedad libre de dominación y a una relación entre cultura y naturaleza que formase la existencia natural conservándola, por más que ese vínculo se diese más en el orden de la representación que en el de la realidad. La quiebra del proyecto emancipador moderno va de la mano de la petrificación y la escisión de ese campo de fuerzas. El concepto de formación se desentiende de la trasformación de la totalidad social según criterios racionales y coloca en su lugar al individuo singular convertido en supuesto fin en sí mismo. Al mismo tiempo la sociedad se organiza según el principio de la competitividad y del interés «racional» por el propio beneficio, abandonando al mecanismo «invisible» del mercado la consecución de la unidad entre lo singular y lo universal o esperando del dominio científico-técnico de la naturaleza el progreso de la humanidad, factores a los que se unirá el control y la conducción del Estado. El resultado es una escisión entre una cultura del espíritu y una dominación adaptativa de la naturaleza, entre un ideal de educación más allá de todo orden instrumental y una formación profesional volcada en la adaptación a una dinámica ciega de totalización social y a una praxis de dominación capitalista del mundo y de sí mismo. Esta escisión encontrará reflejo acrítico en la tan manida contraposición de humanismo y técnica, lo que no impedirá mantener el mito educativo de la personalidad desarrollada en plenitud, bajo el supuesto de que existe un camino apropiado a la presunta capacidad de cada uno, ya sea a través de la carrera profesional o a través de la ocupación no utilitaria con la verdad, el bien y la belleza. Esto permitió ofrecer una educación del espíritu universal como formación profesional de los dominadores y una formación profesional como educación universal de los dominados.
El destino de la formación burguesa en la sociedad capitalista es inseparable de esta escisión y de la eliminación de la tensión que todavía resulta reconocible en parte en los comienzos de la literatura burguesa, especialmente en la llamada «novela de formación». La funcionalización de la educación como formación profesional del empresario/comerciante o el técnico/científico va de la mano de la entronización de los productos de la cultura del espíritu como representantes únicos de la cultura en su conjunto, que los individuos consumen como «bienes culturales» puros, pero cosificados y convertidos en privilegio de clase y signo de la posición social. A partir de esta escisión se consolida también la separación entre cultura elevada y cultura popular o entre cultura de élite y cultura de masas. La cultura del espíritu se segrega de la producción y reproducción material de la vida social. De este modo, aquello que se sustrae a la formación profesional, aquello de lo que hay que abstraer para participar en el intercambio social como productor o consumidor, que no es exigido ni recompensado por el mercado de trabajo, queda señalado con la marca de lo inútil, su destino queda vinculado al «tiempo libre» o es desplazado a la marginalidad de lo genial y lo excéntrico. La cultura del espíritu se recluye en los círculos del arte, donde es celebrada vanidosamente como autonomía frente a la praxis social alienada bajo los imperativos del sistema productivo y como ámbito de una individualidad ampliada o una interioridad no funcionalizada. Pero esto conduce en realidad a su neutralización y posibilita otra forma de funcionalización. Como agudamente puso de manifiesto Adorno en su Teoría de la pseudocultura, esta escisión posibilita la conversión de la llamada cultura del espíritu en mercancía, cuyo destino se sella en la industria cultural.1
Aunque el ideal educativo clásico, a través de la especialización de las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza, ha mantenido largo tiempo la exigencia de transmitir tanto la cultura del espíritu como los saberes científico-técnicos que entran directamente a formar parte de la infraestructura del sistema productivo capitalista, la progresiva división del trabajo y la creciente hegemonía del aparato tecnológico y la organización económica ha transformado el ideal educativo tradicional. Aparentemente su meta ya no es el individuo con talentos diversos y formado de manera integral, sino el productor disponible en el mercado y juramentado con los objetivos de la economía. La pedagogía se vuelca en la optimización de los procesos de aprendizaje en relación con su relevancia para el trabajo económicamente rentabilizable. Formar es sobre todo ofrecer una cualificación para el mercado de trabajo.
Esta transformación de la educación en formación profesional y la identificación prioritaria del saber con conocimientos rentabilizables económicamente, se remonta a la época del imperialismo y caracteriza todo el siglo xx. El capitalismo intervencionista favoreció el empleo masivo de las ciencias naturales y de los saberes tecnológicos en la racionalización de los procesos productivos, así como de las ciencias jurídicas y sociales en la racionalización de la burocracia económica y estatal. El crecimiento exponencial de los conocimientos científicos, tecnológicos, jurídicos, administrativos, etc. fue arrinconando y reduciendo los contenidos del ideal clásico burgués de cultura, que ha terminado por perder significación también para aquella apropiación cosificada que Adorno identificara con el concepto de pseudocultura o pseudoformación. Incluso ese concepto de formación entendido como proceso de apropiación cosificada de «bienes culturales» parece haberse vuelto complicado y poco práctico para la lógica de aprovechamiento según los intereses del beneficio.
Esta tendencia se percibe con más intensidad a partir de la crisis económica mundial de los pasados años setenta que supuso una pérdida del equilibrio posbélico entre productividad, necesidad de fuerza de trabajo y consumo y que abrió las puertas de la era neoliberal. La nueva formación capitalista que surge de esta crisis se caracteriza por un amento de la exclusión y una creciente desigualdad, a las que la política dice responder con fórmulas enmascaradoras del antagonismo social presididas por la ideología del consenso, la participación supuestamente igualitaria y la integración. Sin embargo, esta ideología no puede ocultar que se ha producido un ostensible empeoramiento de la situación de los trabajadores sometidos a la coacción y el abuso, así como la disminución y anulación de derechos adquiridos. Desde los pasados años setenta hemos asistido a una ofensiva del capital apoyada en la intensificación de la internacionalización de las inversiones y su desplazamiento al sector financiero, una política agresiva de los gobiernos (thatcherismo y reaganismo) contra las organizaciones sociales de los trabajadores y las políticas sociales, la formación de mercados globales para el trabajo (deslocalización y flujos migratorios) y las mercancías y la configuración de las nuevas tecnológicas de la comunicación y la información como medios de dominación al servicio de un nuevo modo de regulación del sistema capitalista. Uno de los resultados más visibles de estos cambios es la profunda transformación de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo, desde las formas más inhumanas de precarización a las de pseudoempresarización subordinada y fragilizada.
Además, la estrategia neoliberal promueve una completa disolución de la teoría de la sociedad en saberes parciales especializados acorde con su idea de que el gobierno estatal de la economía y la sociedad debe ser sustituido por la competitividad desregulada del mercado. Ésta se convierte en el principio al que deben someterse todos los ámbitos políticos imaginables, también la cultura y la educación, desde las escuelas primarias a las universidades. Se proclama la necesidad de reformar las instituciones educativas para convertirlas en «empresas del conocimiento» dentro de un mercado supuestamente abierto, orientadas sobre todo a producir recursos humanos rentabilizables económicamente. El vínculo, que siempre fue ideológico, entre formación, emancipación política y humanidad es desechado definitivamente como obsoleto por la nueva ideología.2 El «conocimiento» y los servicios vinculados a él (enseñanza, investigación, consultoría, entretenimiento) son identificados como los medios de producción más importantes en una sociedad definida por el discurso dominante como «sociedad del conocimiento».
Este discurso sobre la «sociedad del conocimiento» da expresión a la exigencia de nuevos impulsos de productividad y tecnificación producida por la presión de la competitividad a escala mundial que tiene efectos destructivos sobre la necesidad de fuerza de trabajo. También la investigación y el sistema educativo se ven sometidos a esta misma presión, vistos ahora como un factor fundamental en la lucha competitiva que impone dicho mercado para asegurar un empleo con mayor productividad y vinculado a los sectores de la producción con un mayor valor añadido. El llamado «capital humano» pasar a ser el factor productivo de mayor importancia para un futuro incierto y los individuos son confrontados con la exigencia de una formación permanente ante la amenaza, en caso contrario, de hundimiento y fracaso total en la lucha competitiva universal. La formación, reducida en gran medida a cualificación profesional, se orienta unidimensionalmente a la promoción de aquellas capacidades y talentos que prometen una utilidad económica actual. Y las instituciones educativas son evaluadas por el mismo criterio, es decir, según sirvan o no al proceso productivo, a aumentar la competitividad de la economía o a mejorar las oportunidades de ingreso y ascenso de quienes pasan por ellas.
El proceso de Bolonia y los cambios en la docencia universitaria
El llamado proceso de Bolonia, la creación de un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), si levanta tantas sospechas es precisamente por su vinculación con las transformaciones descritas hasta aquí. Evidentemente casi nadie está en contra de ciertos objetivos como la equivalencia de los títulos o la unificación de los ciclos de enseñanza, la comparabilidad del rendimiento exigido a los alumnos o el establecimiento de criterios y métodos iguales de evaluación y de garantía de calidad, la elevación de las oportunidades de empleo de los titulados, etc., por mucho que sea dudoso que esto vaya a aumentar decisivamente la movilidad de docentes y alumnos universitarios o evite que la heterogeneidad siga existiendo debajo de la nomenclatura unificada. El problema surge más bien de que los mencionados objetivos se utilizan para imponer una agenda oculta. Y esta sospecha está más que fundada, pues en la realización de las necesarias reformas que acompañan a la creación del EEES se apela continuamente a todos los lemas que ya hemos señalado, desde la «economía del conocimiento» a las «universidades competitivas», pasando por la «inversión en capital humano» o el reforzamiento de las «ventajas comparativas en el mercado global». El repertorio de estrategias neoliberales que ocupan el escenario de la reforma educativa van desde la estructuración empresarial de las instituciones educativas públicas hasta la presión hacia el establecimiento de un modelo de cheque educativo, en el que universidades públicas y privadas compitan por los consumidores de formación, pasando por la construcción de un mercado formativo para ofertas privadas de servicios educativos. En esta dirección trabajan conjuntamente poderosos lobbies y organizaciones internacionales como la OMC.
El mantenimiento por parte de la Comisión Europea (CE) de un doble objetivo (la reducción del gasto público y la exigencia de mayor gasto en educación) sólo es posible si se recurre, como propone la propia CE, al mecenazgo privado, a la utilización comercial de los resultados de la investigación y al aumento de la «contribución» de los estudiantes.3 Para justificar esto último se suele argumentar con la lógica comercial: si pagan más, exigirán más calidad por lo que pagan.4 Por más que en muchos casos la capacidad de pago más que en exigencia de calidad se convierta en una exigencia de titulación. Los intereses en juego son más que evidentes. Pero independientemente de las diferentes posiciones respecto al peso y el equilibrio entre el sector público y el privado, la dirección en la que ambos deben caminar es inequívoca. Se trata de movilizar recursos humanos competitivos y formar enterprising individuals.5 La reforma educativa del EEES presupone y refuerza la imbricación de las cuestiones de política económica, comercial, laboral y educativa en una determinada dirección. Y la cohesión social, objetivo reconocido de las políticas comunitarias, se presenta como un resultado casi automático del esperable aumento de los índices de crecimiento y de empleo.
Lo que se exige a las universidades es que diversifiquen y amplíen sus fuentes de financiación y, para ello, adquieran un perfil que las haga atractivas para esas fuentes y, por tanto, más competitivas. En segundo lugar, se les pide que adopten una estructura organizativa según un modelo empresarial (new public management). Los procesos democráticos de decisión y los órganos que los protagonizan aparecen bajo esta perspectiva como lentos e ineficientes. Deberían dejar sitio a cuerpos de dirección tecnocráticos, que permitiesen a las universidades contar «con un proceso eficaz de adopción de decisiones, una capacidad de gestión administrativa y financiera sólida y la posibilidad de vincular la gratificación con los resultados».6 Por fin, se recomienda una orientación más enérgica hacia el aprovechamiento mercantil y un mayor influjo económico a través de los public private partnerships, una orientación que permita al conocimiento elaborado en ellas fluir de manera más directa y rápida en la economía. Para esta finalidad el papel decisivo lo juegan las llamadas universidades de élite o centros de excelencia. No hace falta mucha imaginación para representarse el destino de la investigación y la enseñanza críticas no rentabilizables directamente por el mercado.
El proceso de Bolonia y la estrategia de Lisboa van pues de la mano. El primero ha de crear las condiciones estructurales para un mercado europeo de la ciencia y la educación y allanar el camino para una reestructuración neoliberal del ámbito universitario europeo. Al objetivo de elevar la «empleabilidad» parece destinado el cambio que va a sufrir el primer ciclo de la enseñaza superior. El estudio universitario pasará a convertirse para la mayoría de los estudiantes en una formación profesional acorde con las exigencias del mercado de trabajo. El vínculo entre docencia e investigación, que define actualmente la universidad, dejará de tener relevancia para ese primer ciclo, que puede acabar convirtiéndose en una forma de dar una titulación a los que en otro caso interrumpirían los estudios. Pero si se quiere evitar esto y dar una buena cualificación profesional para el mercado de trabajo, las universidades actuales deberían convertirse en escuelas técnicas superiores, lo que plantea la incógnita del destino de las ciencias humanas y sociales.
La forma de cientificidad característica de la universidad parece que pasará al segundo ciclo, al que sólo un reducido número más «capacitado» académicamente tendrá acceso. Sin embargo, la estructura modular que está adoptando este ciclo no permite ser optimista. La iniciativa individual y la libertad de investigación puede verse muy mermada por la tendencia observable en esa estructura a la estandarización y el control, la planificabilidad y comparabilidad. El European Credit Transfer System (ECTS) empieza a producir un desplazamiento en los planes de estudio de las actividades académicas necesarias para alcanzar los objetivos de aprendizaje hacia los rendimientos exigibles a los estudiantes y comparable formalmente. Estos módulos han de ser intercambiables y agrupables de maneras diversas. En el centro de atención de los planes de estudio se colocan el número de créditos acumulable y exigido, la capacidad de combinación de los módulos y las variantes que permiten. Ante este panorama es probable que la investigación y el tercer ciclo se vayan progresivamente desplazando hacia universidades de élite y centros de excelencia que cuenten con fuentes suplementarias de financiación, mientras que la mayoría de universidades se reduzca a funciones de formación y cualificación permanente. También es probable que esto conduzca a una progresiva dualización de los docentes, los estudiantes y los centros.
Estos cambios en el sistema educativo resultan ser congruentes con la transformación del sistema de empleo y de los «vínculos sociales», caracterizados por una creciente individualización y pluralización de los estilos de vida y orientaciones para la acción. Lo cual no sólo cuestiona las formas tradicionales de regulación del trabajo y de lo social, sino que imprime nuevos contornos a las biografías individuales, a los intereses y a las necesidades de las personas. Un nuevo lema parece presidir la orientación de las biografías individuales independientemente del lugar que se tenga en el sistema productivo: ¡actúa de modo empresarial! El «yo empresario» se define por la creatividad, la flexibilidad, la responsabilidad individual, la conciencia del riesgo y la orientación al intercambio comercial en todas las áreas de la vida y no sólo en la laboral. La competitividad somete al «yo empresario» al dictado de una permanente optimización de sí mismo, por más que ningún esfuerzo en este sentido sea capaz de desterrar el miedo al fracaso que atrapa su alma.7
El relajamiento actual de las formas tayloristas de organización del trabajo va acompañado de nuevas ofertas de cualificación y participación por parte de los directivos de las empresas a sus plantillas de trabajadores fijos que en realidad profundizan la lógica de la identificación y el autocontrol. Lo que del lado de las empresas se denomina corporate identity, adquiere del lado de los empleados el carácter de self-management. La personificación de las empresas va de la mano de una reducción del yo a objeto de planificación bajo criterios empresariales. La «personalidad» de directivos y empleados se convierte así en blanco de infinidad de intervenciones que promueven la identificación, estimulan la motivación, impulsan la flexibilidad, etc. por medio del empleo sistemático de técnicas psicológicas (de manipulación) que se presentan como supuestas medidas de «humanización del mundo laboral» o de fomento del «espíritu de grupo».
La competencia global exige una autodisciplinada y completa movilización de toda la persona. La contradicción de intereses entre capital y trabajo queda así encubierta bajo la transformación de los trabajadores en «agentes del capital». Evidentemente esta amigable «flexibilización» de las relaciones laborales se produce bajo la presión de una agudizada lucha competitiva entre los trabajadores y bajo el severo dictado de la producción de beneficios. El valor de la formación inicial así como la formación permanente en forma de incontables certificados de cualificación, cursos, seminarios, master, etc. nada tiene que ver con una garantía de acceso a un status seguro y privilegiado, más bien posee una función selectiva. No es seguro que aporten gran cosa, pero resultan necesarias para evitar la exclusión. Lo cual tiene un efecto devastador: supone el triunfo de la ideología economicista neoliberal en el plano de la automercantilización de los individuos, que han de estar dispuestos a relativizar su rasgos personales o incluso a no formar ninguna personalidad en el sentido clásico para adaptarse flexiblemente a las condiciones rápidamente cambiantes del mercado. La jerga dominante lo llama «oportunismo creativo»: «Después del paso a través de las desolaciones del siglo xx sólo ha quedado una apariencia de individuo bajo la exigencia de auto-manipulación. Está llamado a encontrar su «identidad» a través de la identificación con las grandes categorías sociales prescritas por la publicidad y la administración. Un individuo cuya vida interior no merece ningún comentario (en compensación por ello sus rendimientos son medidos regularmente) y cuya sublevación contra las exigencias de la sociedad ha sido desviada hacia el cuidado del perfecto oportunismo».8
Investigación y gestión del conocimiento
No sólo desde que Lash y Urry o Manuel Castells formularon su tesis sobre la conversión del conocimiento en la fuerza productiva del futuro9 se habla de una sociedad postindustrial del conocimiento.10 Dicho concepto parece sugerir un crecimiento de la significación de la producción y aplicación del conocimiento en la producción en general, pero en realidad se trata de una determinada mercantilización del saber, es decir, de la producción de un saber que pueda ser transferido rápidamente a tecnologías económicamente rentabilizables, pues, según se dice, las economías desarrolladas sólo podrán mantenerse sobre la base de tecnologías intensivas en investigación. Todas las esperanzas se vuelcan en las tecnologías de la información, las biotecnologías y las nanotecnologías. En estas áreas se concentran los esfuerzos de inversión, lo que ha llevado a una expansión de las ciencias aplicadas capaces supuestamente de ofrecer ventajas competitivas en el mercado. Frente a esto se dibuja una distorsionada imagen de la producción industrial tradicional, fomentando la falsa conclusión de su supuesta disminución o futura extinción. En realidad los procesos de producción industrial siguen teniendo un papel preponderante en el sistema productivo y las tecnologías de automatización (estandarización, mecanización, igualamiento de los procesos de trabajo y su optimización tecnológica) poseen un recorrido mucho más amplio de lo que el concepto de «sociedad del conocimiento» pretende sugerir. Probablemente sea más ajustado a la realidad hablar de una acelerada industrialización del saber que de una sustitución de la sociedad industrial por la sociedad del conocimiento. Sobre todo cuando se pretende convertir a las universidades y los centros de investigación en empresas dirigidas por gestores del saber, cuya rentabilidad debe ser continuamente evaluada sobre la base de inputs y outputs según parámetros empresariales. En realidad la cientifización de la producción y la industrialización de la ciencia forman parte fundamental del proceso de modernización capitalista desde sus orígenes.
Ciertamente a lo que asistimos en la actualidad es a la poderosa ofensiva contra una siempre relativa autonomía y libertad de investigación (y docencia)11 que se produce bajo la intensificación del acoplamiento de las instituciones científicas y el sistema productivo y, por tanto, del sometimiento de aquellas a la lógica que preside la producción capitalista, ofensiva que resulta especialmente perversa porque se acompaña de una retórica no sólo de la «eficiencia» y la «rentabilidad», sino también del «teamwork», la «flexibilidad» y la «autonomía». Uno de los efectos de ese acoplamiento es el protagonismo creciente de las consultoras empresariales en los procesos de reforma de las universidades y centros de investigación, con un lamentable acopio de neologismos que pretenden derivar fetichistamente su pertinencia de la lengua franca del imperio, el inglés (coaching, controlling, monitoring, etc.),12 sin que se produzca ninguna reacción crítica frente la cosificación del lenguaje que representa la jerga de new management y frente a la ideología a la que da expresión. Todo parece depender de la competitividad, los test, los rankings internacionales, las evaluaciones, las medidas para garantizar la calidad y la eficiencia, cuando no la excelencia, cuyo efecto más evidente es la multiplicación del tiempo y las labores de los investigadores dedicadas a ofrecer el material que esta actividad precisa para su ejecución, así como el crecimiento exponencial de los cuerpos de la administración o de las empresas dedicadas a la consultoría, monitorización y evaluación de la investigación. Dado que la gestión del saber realizada por estos cuerpos y empresas tiene un efecto directo sobre la provisión de fondos de financiación, vivimos bajo la amenaza de una inversión de la relación medios-fines y de una reorientación de la investigación científica según criterios cuya cientificidad no está en absoluto demostrada.
Desde comienzos de los años ochenta asistimos a un proceso de innovación en los mecanismos de mediación entre las instituciones académicas de investigación y el sistema productivo como la creación de oficinas de transferencia de conocimiento, departamentos de patentes y licencias, institutos adscritos, parques tecnológicos, etc. en los que se promueven contactos, servicios de consultoría e intercambios de personal entre la industria y las instituciones científicas. Estos institutos poseen generalmente un carácter de sociedades participadas libres de los límites jurídicos y de las formas de organización participativa de las instituciones académicas. Esto permite no sólo la captación de financiación privada, sino también la explotación privada de los derechos de propiedad intelectual financiada con medios públicos. Pero los problemas que se derivan de esta evolución no tienen que ver exclusivamente con los derechos de propiedad intelectual, sino también con el control de los objetivos de la investigación y con la confidencialidad de los resultados de la misma y la eliminación de la libre comunicación.
Junto a los criterios tradicionales para la valoración cualitativa de la actividad científica internos a la propia institución (peer review), crece la significación de los procedimientos de cuantificación adoptados de la doctrina empresarial y la consultoría de empresas: índices, sistemas de puntuación, factores de impacto, tasas de crecimiento, balance de financiación, diagramas de coste y utilidad, organigramas y análisis de sistemas. Esto ha llevado a constitución de un mercado mundial de patentes y de notoriedad con rankings y listas de clasificación y una competición por el reclutamiento de los denominados «cerebros». Más allá de la pretendida apariencia de objetividad y eficiencia, la combinación de criterios internos y externos está muy lejos de ofrecer una valoración imparcial y objetiva. La posibilidad de que una investigación no respaldada suficientemente por financiación externa o reconocida por las agencias de evaluación, independientemente de su cualidad, sea despachada con el calificativo de «discontinue» se ha convertido en una espada de Damocles sobre investigadores y centros de investigación. No sólo peligra la pluralidad de culturas científicas, sino también la probabilidad de que prospere lo creativo, original y auténticamente renovador. Por el contrario, la hiperadaptación a los mencionados criterios permite en muchos casos maquillar la mediocridad con el marchamo de la «excelencia», que puede convertirse en mera habilidad para responder a las expectativas de los gestores de la ciencia. La actividad evaluadora puede terminar creando la realidad que ella dice evaluar.
Internacionalización, formación de redes, presencia en el science citation index, presentación de proyectos, etc. no sólo se han convertido en criterios formales de evaluación, también han devenido objetivos en sí mismos de los investigadores, que deben centrar una parte importante de su actividad en dominar los procedimientos que más allá de contenido de la investigación permiten alcanzar dichos objetivos, sin olvidar las prioridades temáticas que la planificación de las grandes agencias y las políticas científicas establecen. Esta dinámica termina adquiriendo rasgos tan esperpénticos que puede llegar a establecerse como objetivo científico la publicación en inglés de un determinado tanto por ciento, aumentar en una determinada cantidad la financiación externa o superar en un porcentaje concreto el impacto de las publicaciones, lo que termina adquiriendo rasgos sarcásticamente parecidos a la economía planificada del antiguo enemigo político y obliga a aventuradas simulaciones sobre futuras financiaciones de proyectos de investigación y publicaciones de impacto. Esta similitud resulta tanto más evidente, cuanto más adoptan los evaluadores y gestores de la ciencia el carácter de comisarios con poder no controlado democráticamente. Al final se produce un efecto paradójico de la aplicación de criterios cuantitativos: la creciente productividad (exigida) conlleva inevitablemente un descenso del impacto para la mayoría de lo produccido.13
Las universidades y los centros de investigación están adoptando de manera creciente un comportamiento estratégico ajustando la asignación interna de recursos según criterios externos de rendimiento y demandas del mercado. Han renunciado a representar globalmente a todas las ciencias para orientarse según los contextos productivos y los mercados específicos. Hay razones para temer que este proceso conduzca a una liquidación de los miembros de la comunidad científica y universitaria como sujetos políticos y a un paternalismo antidemocrático que reduzca la investigación a negocio y la docencia a la producción de «capital humano» rentabilizable. Esto tendrá especiales consecuencias para las ciencias humanas y sociales y su orientación, al menos desde el punto de vista normativo, hacia la emancipación humana y hacia la constitución de sujetos políticos continuamente ignorados como tales por los gestores científicos del neoliberalismo autoritario. Su disolución en ciencias auxiliares de las ciencias empresariales (técnicas de representación y comunicación, teoría de la elección racional, terapia, consultoría, psicología aplicada, marketing, gerencia, etc.) está más que programada.